Veloz e inevitable

El impacto de Internet en la música

Clara Sirvén

 
 
 

1987. Una adolescente amanece ansiosa, sale el nuevo álbum de Charly García. Se levanta y rápidamente se viste para el colegio. Mientras apura el café con leche agarra del cajón de su escritorio un manojo de billetes que viene juntando a fuerza de préstamos pedidos a sus hermanos mayores y saltearse sanguchitos en el recreo. Pasa la mañana en el colegio pensando en el nuevo trabajo de su ídolo. ¿Cuántas canciones tendrá, qué invitados habrá, qué dirán las letras, con quién habrá compuesto las canciones? La hora de salida no llega nunca, los minutos son más largos y las clases más tediosas. El timbre le da un nuevo color al día, es momento de ir por el tesoro. El colectivo, un boleto, la llegada, el pedido a la chica del mostrador: “¿Tenés el nuevo de Charly?”. Volver a su casa, aislarse en su cuarto, darle play y escuchar. Los primeros acordes de “Necesito tu amor” abren las puertas de Parte de la religión, el nuevo trabajo de García. Y también, esos mismos acordes transportan a la adolescente a un lugar único, el mejor, el de tu artista favorito haciendo lo que más te gusta.

2022. Un adolescente amanece desganado. Durmió poco, presa del sinfín de material que TikTok le provee día tras día. Manotea el celular para apagar la alarma y mirar inmediatamente las notificaciones: 32. Mensajes de WhatsApp, likes en Instagram, recomendaciones de cuentas de Facebook y una verde al final: es de Spotify y anuncia: “¡Nuevo tema de Wos! Escuchá ‘Arrancarmelo’ acá”. Sin auriculares, sin siquiera levantarse de la cama, pone play, minimiza el reproductor y se dedica a responder mensajes y eliminar spam. De fondo, desde el mismo aparato que sostiene en la mano pero en segundo plano, suena el nuevo trabajo de su artista favorito. Está bueno, sí. Después lo escucha mejor.

¿Qué pasó entre un estreno y el otro? De todo. El impacto de Internet en la música es llamativo, veloz, inevitable. El proceso de composición, distribución, reproducción, aceptación, todo cambió con el correr de los años, con la llegada de Internet a la música y de la música a Internet. La industria musical tiene tres actores simbióticos, sin uno de ellos los otros no existirían. Los tres tuvieron que adecuarse a los distintos cambios, a la dictadura de la tecnología, a la búsqueda de comodidad antes que calidad, a la calidad en el menor espacio posible, a la nueva forma de consumo, al ojo crítico frente a la producción, la distribución y al consumo artístico mundial. Estos actores son artistas, discográficas y consumidores.

Para entender cómo era y cómo es, pensemos en la década de 1980. Un músico buscaba discográfica y si tenía suerte, contactos, el toque de la varita mágica y, sobre todo, talento, alguna de las grandes compañías lo sumaba a sus filas y lo ponía a trabajar. Una vez que un artista firmaba un contrato le entregaba su obra y el día a día a la empresa; algunas más benévolas que otras, todas tenían más o menos la misma dinámica. Vos hacés tantos discos en tantos años, tenés que dar tantos shows, esta es tu campaña de prensa, esta canción la necesitamos más corta porque no es radial, esta sacala porque es ofensiva, no digas malas palabras, aquí está tu dinero. El vuelo artístico se le permitía a unos pocos, ya afianzados, a los que se les perdonaba todo porque pasara lo que pasara, vendían discos y entradas. Pero no todos tenían esa suerte. El trabajo del músico podía ser dominado por la discográfica, y lo “independiente” no existía, no tenía lugar. Podían tocar en lugares chicos y llevar amigos, esos amigos llevar a otros, pero fueron poquísimos los casos que llegaron de manera artesanal al éxito (si es que podemos definir qué es el éxito).

En estos años este funcionamiento cambió para todos. Hoy hay más facilidades para publicar, promocionar y vender. Es distinta la distribución, la composición, la escucha, hasta los gustos. El artista tiene, en gran parte de los casos, más libertad y derechos sobre su propio trabajo.

Pero no fue todo de un día para el otro, hay un proceso que se dio rápido y constante, a la par del crecimiento de la tecnología e Internet. Otro ejemplo: hace treinta años la forma más frecuente de conocer a un artista era por medio de la radio. Por lo general, la que escuchaban tus padres. Si eran de nicho, de tango o folclore, lo más probable era que ese fuera tu gusto. Quizás en la escuela algún compañero un poco más rockero llevaba en la tapa de su carpeta una foto de Luis Alberto Spinetta, te decía que lo escucharas, y vos ibas a tu casa y ponías una radio un poco más moderna para ver qué era esa novedad. A partir de ese momento, los gustos se modifican y tergiversan, crecen. Comenzaba la era del nuevo consumo, averiguar nombres, llevarse por el boca a boca, leer en algún suplemento joven de los diarios quiénes tocaban y qué lanzamientos se recomendaban. La búsqueda era artesanal, curiosa, meticulosa.

Ahora que todos tenemos Internet en nuestras casas, nuestros trabajos, nuestros celulares, hasta nuestros autos, escuchar música es más fácil y dinámico. Pero también más impersonal. Con instalar cualquiera de los servicios de streaming (en el primer trimestre de 2022 Spotify declaró 422 millones de usuarios en el mundo), buscar una canción o una lista (hay más de 4.000 millones) y poner play, listo: desde el reproductor llega la música elegida para esa situación particular, el algoritmo irá sugiriendo cosas similares y la duración será eterna, porque con ese fin se vinculan playlists. Todo eso ocurre desde un aparato pequeño y moderno, con un sinfín de opciones también muy complejo. Si uno entra en la lupa de búsqueda puede navegar durante horas entre un montón de artistas, sin escuchar a ninguno.

Entre estos dos extremos sucedió el híbrido entre lo artesanal y lo tecnológico, y fue el momento en que los tres actores se enfrentaron entre sí, a fines de los años noventa y principios de la década de 2000. Las descargas se hicieron masivas, los consumidores protagonistas, los artistas quedaron perplejos y la industria desestabilizada.

En los años ochenta ya se habían editado algunos CD, aunque no se masificaron hasta tiempo después. Pero en la década de 1990 se dieron dos factores que abrieron las puertas del consumo y cerraron las cajas registradoras. Por un lado, el CD, al ser digital, podía ser copiado en las nuevas computadoras hogareñas; por otro, Internet era el paraíso de sitios de descargas ilegales. Desde cualquier lugar del mundo se podía copiar un CD y subirlo a Internet; no había freno. Cientos de miles de descargas generaban dolores de cabeza infinitos a las grandes discográficas, que perdían ventas por segundo y no lo podían controlar.

Antes de darse cuenta de que no iban a poder contra ellos –así que mejor unirse–, las discográficas tomaron las armas (legales) contra los sitios P2P (peer-to-peer, red de pares), que les estaban arruinando el libro contable. Justo antes del cambio de milenio, en diciembre de 1999, la Recording Industry Association of America (RIAA) demandó a Napster, la icónica red de intercambio de archivos, alegando que estaba fomentando la piratería y armando un negocio sin respetar artistas y propietarios de copyright. Hubo bandas, como Metallica y Dr. Dre, que se unieron a la demanda, y otras como Public Enemy, que se pusieron del lado de la libre distribución. El reclamo le dio a Napster una publicidad tremenda y creció en cantidad de usuarios. Esto llevó años de puja legal, pero apenas una web de descargas se cerraba, otra se abría. El conflicto culminó en un arreglo económico, pero años después Napster creó la tienda más grande de mp3 del mundo, con seis millones de canciones. Todo legal.

Con el amplio crecimiento de reproductores digitales y servicios de streaming, la situación se regularizó y la música digital pasó a ser la más consumida. El iPod, por ejemplo, fue un invento revolucionario que formalizó la novedosa forma de escuchar música, descargada legalmente desde un sitio pago y registrado. Internet, además, le dio al fanático la posibilidad conocer más a su artista preferido: fechas de cumpleaños, estado civil, notas en medios de todo el mundo, amistades con otros artistas… ¿Es bueno conocer tanto a tu ídolo? Las redes sociales, más adelante, lo van a aclarar.

Las discográficas aceptaron y abrazaron la música digital. Se dieron cuenta de que esta nueva modalidad les daba algunas ventajas, por ejemplo, el marketing. A mediados de la década de 2000 los lanzamientos digitales rompían los moldes tradicionales. La banda grande pionera fue Radiohead, que lanzó In Rainbows en 2007 y el usuario tenía la opción de descargarlo gratis o con una donación a voluntad. El caso es uno de los más llamativos, porque dos de cada cinco usuarios pagaron, lo que hizo que la banda tuviera ganancias. Además, al ser tan novedoso, generó titulares periodísticos a nivel mundial. Otro caso para analizar es el de U2, que publicó Songs of Innocence en 2014 en iTunes, un mes antes de la salida de la versión física. Esto fue polémico, porque el disco fue cargado en las cuentas de 500 millones de usuarios de iTunes sin mediar permiso y varios lo sintieron como una imposición.

La historia de la música va de la mano de la humanidad, haciendo clara diferencia entre clases sociales. Las primeras formas de comprar música eran caras y exclusivas, y cada nuevo avance tecnológico tenía la misma premisa: solo para los pudientes. Con el paso del tiempo cada aparato se volvía más accesible y más gente alcanzaba a comprarlo, pero hoy todos pagamos lo mismo. La suscripción a los servicios de streaming salen lo mismo para todo el mundo, las posibilidades de escuchar música de forma gratuita son infinitas.

También la creación era exclusiva: la grabación de un disco, la edición, y sobre todo la distribución, eran carísimas, solo las podían sostener las discográficas y algún que otro suertudo. Hoy grabar un disco es mucho más económico y la distribución lleva trabajo pero no tanto dinero. Publicar un disco en Spotify, Youtube o cualquier otro servicio de streaming sale lo mismo para cada artista, las redes sociales tienen pautas publicitarias estándar para los emprendedores, para el artista es mucho más accesible publicar y promocionar su arte que hace diez, quince o veinte años.

Pero esto también lleva a otra cuestión: ¿Qué es hoy un músico exitoso? ¿La cantidad de reproducciones, de seguidores en redes sociales, de discos vendidos, de entradas cortadas? ¿Un mix? Existe además para ellos lo mismo que para cualquier humano: la adicción a las reacciones. Sí, es más fácil subir un disco, pero también es más fácil para quien lo escucha criticarlo, tanto a favor como en contra. Eso hace que el músico tenga mayor feedback, un arma de doble filo: ¿Cómo se manejan los comentarios negativos? Las redes sociales son una parte importantísima de nuestras vidas. Y hoy por hoy se elabora un producto, no un artista. Es su música, claro, pero también su estética, sus amistades, sus colaboraciones, sus redes sociales, sus seguidores, sus comentarios. Y la humanización del ídolo puede ser determinante. Cuando los mismos artistas se manifiestan sobre política, sociedad, derechos, muchos de sus seguidores pueden sentirse incómodos y dejar de consumir la música por una cuestión personal.

Las redes sociales además son extremísimas, podés escalar con un viral en muy poco tiempo, ser un éxito total durante una breve temporada y luego dejar de serlo. La inmediatez y la alta oferta de material marca ese ritmo. Todo ya, ahora, y cuando queda un poquito repetido, a otra cosa, ya, ahora.

Otro de los grandes cambios en los últimos tiempos tiene que ver con las obras. Un artista hacía un disco, se pensaba el orden de las canciones, el concepto general del trabajo, se armaba ese lanzamiento como un todo. Hoy la creación del concepto es del consumidor, la playlist para cada momento, la unificación de artistas, la eliminación de los temas que no gustan, la suma de versiones diferentes a las originales. El mundo Spotify te da playlists creadas por otros usuarios, para correr, para hacer un asado, para escuchar un domingo al mediodía, por si llueve. ¿Qué prefiere el artista? ¿Que un solo tema sea un éxito mundial o que a un disco entero le vaya más o menos bien?

El consumo personal también se vio modificado por Internet. El algoritmo de los reproductores nos conoce, nos adivina. Si escuchás una banda finlandesa de casualidad, lo más probable es que cuando vuelvas a abrir Spotify, la app te sugiera tres bandas finlandesas. Esto es positivo, por un lado, porque te lleva a conocer música que no conocías. Pero es también negativo, porque te va cerrando géneros y artistas, se enfoca solamente en lo que ya sabe que te gusta pero no ofrece mucha diversidad. Eso, más la pereza que da ponerse a buscar, teniendo tanta cosa tan a mano, corta la experiencia. Y encierra además un tipo de información sobre el exterior que se reduce cada día más. No solo en los gustos musicales, también en el usuario como consumidor de todo. Brian Whitman, ex jefe científico de Spotify, dijo en una entrevista para el medio español El futuro es apasionante, de Vodafone: “Ver las preferencias musicales es una ventana increíble a muchas cosas no musicales, hemos visto que sabiendo nada más tus diez artistas preferidos se puede predecir a quién vas a votar”. Siniestro, ¿no?

Más cerca en el tiempo, la pandemia por COVID-19 modificó temporalmente el consumo, pero de manera muy radical. No podías salir a comprar un disco, no podías ir a un show. El streaming se convirtió en un aliado de los músicos para los recitales, ya que no había límite para la venta de entradas ni tanta puesta en escena en la que invertir, pero la industria se vio afectadísima por la falta de ventas de discos físicos y de entradas a precio regular. Actualmente volvieron los shows, y de hecho se están tomando revancha: al momento del cierre de este artículo Coldplay tenía diez estadios de River vendidos en su totalidad, record histórico en la Argentina.

Hoy día, después de mucho andar, la música digital es la que predomina. Según la RIAA, en 2021 la venta de formatos físicos representó el 11% de los ingresos en la industria musical en los Estados Unidos. Superan a las descargas digitales (4%), pero el que arrasa es el streaming: se lleva el 83% de las ganancias. El vinilo pasó a ser un objeto de colección, superando en ventas al casi olvidado CD, pero en consumo diario el streaming domina ampliamente. Gana el partido.

Lo rescatable después de tanto dato duro sobre consumos, reproducciones y nuevas tecnologías es que hay esperanzas: el algoritmo no percibe lo que te hace sentir la música, el reproductor no entiende una lágrima o una sonrisa, el celular no sabe cuándo te abrazás a alguien escuchando un tema, y no sabe tampoco por qué le pones tantas veces play a esa canción. Es claro que el impacto de Internet en la música es enorme y avasallante, y seguirá creciendo y modificando todo. Pero la esencia, el arte, la música, por suerte, todavía está.