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Tener privacidad para crecer en libertad
Carolina Martínez Elebi
Estamos en la era de la economía de datos, en la que todo lo que hacemos se datifica, se mide, se analiza y se usa para intentar predecir, con serios riesgos para la privacidad de las personas. En este contexto, emerge la pregunta: ¿Cómo le afecta a aquellas personas que recién están empezando a vivir en este mundo?
Hace un tiempo, hablando con unas amigas, una de ellas expresó el alivio que sentía por el hecho de que en nuestra adolescencia no existían las redes sociales: “No quedó registro de nada”. La respuesta fueron risas cómplices porque todas recordamos cómo éramos de adolescentes o incluso cómo éramos en nuestras infancias. Jugar a disfrazarse, intentar maquillarse, cantar, jugar, gritar, equivocarse, aprender. Cosas que pudimos hacer fuera del foco de cámaras, con excepción de algún registro analógico que quedó como resultado del revelado de algún rollo. Tampoco teníamos conexión a Internet. “Era otra época”, dijo una. Lo que siguió fue una mezcla de reflexiones y preocupaciones sobre el presente de las y los hijos de nuestra generación, que sí están rodeados de cámaras, y sus vidas están atravesadas por Internet.
Quienes nacieron en los últimos veinte años son parte de la primera generación que no sabe lo que es no tener Internet (o que, si no la tiene, la desea porque sabe que existe y conoce su potencial, todo lo que podría hacer si la tuviera). Hilando un poco más fino, los adolescentes o niños que hayan nacido en los últimos quince años son la primera generación en heredar una presencia en Internet y en las redes sociales que no pidieron.
Crecer en Internet
Cómo es crecer expuesto a las pantallas, a las cámaras y micrófonos que registran cada instante íntimo y privado, a la exposición en las redes sociales –voluntaria o involuntaria–, y al rastreo, la recolección y el análisis de sus datos desde antes de que nazcan.
En el caso de las redes sociales, en sus Términos y Condiciones del Servicio se establece que las edades mínimas para crear un perfil son trece años (YouTube, Instagram, TikTok, Snapchat y Twitter) y catorce años (Facebook). Sin embargo, cada año aumenta la cantidad de niñas y niños de entre ocho y diez años que tienen sus propios dispositivos móviles y sus cuentas en redes sociales. En algunos casos, los niños mienten su edad a escondidas. En otros, lo hacen a sabiendas de padres, madres o cuidadores, o hasta lo hacen a pedido de las instituciones educativas a las que asisten, ya que sus docentes usan diversas plataformas para estar en contacto con ellos.
Según una encuesta realizada en 2018 por la Defensoría del Pueblo en escuelas públicas y privadas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, los alumnos tenían un celular propio desde los nueve (18,9%) y diez años (30,7%), y comenzaban a usar las redes sociales a los diez años (33,4%). Sobre esto, Flavia Tipskis, una de las responsables de presentar el estudio, destacó que “las pantallas son un espacio de construcción de subjetividad como lo fueron el club o la esquina en otra época. Los que tienen seguidores tienen un lugar de reconocimiento”.1
En este sentido, en su libro Los chicos y las pantallas, de 2014, Roxana Morduchowicz se refiere a la popularidad en la adolescencia: “En esta etapa de la vida, la sociabilidad es fundamental. La popularidad es un valor prioritario para los adolescentes […] Es tan fundamental que por ella sacrifican su intimidad: si para tener más amigos deben contar más de sí mismos, lo hacen”.
Lo íntimo, lo privado y lo público
En el vínculo de las infancias y los adolescentes con Internet, suele hablarse de la importancia de su seguridad digital. De hecho, Roxana Morduchowicz advierte sobre los riesgos en la seguridad de niños y adolescentes en los casos en que
se publican imágenes que incluyen información personal no conveniente. Por ejemplo, cuando la foto refleja detalles de la casa donde viven, de su habitación, o los muestra a ellos mismos con ropa que indica sus actividades cotidianas (por ejemplo, con el uniforme del colegio o la camiseta del club). Las fotos que no conviene subir son aquellas que brindan información de índole privada, las que dan cuenta de la cotidianidad del chico o las imágenes que podríamos llamar íntimas o muy personales.
Algunas de estas prácticas se complejizan en el marco del fenómeno que tiene el nombre sharenting, un anglicismo que se usa para describir la conducta de padres, madres y cuidadores que comparten en exceso fotos, videos y otros datos sobre sus hijos en las redes sociales.
Es necesario, entonces, que las personas adultas aprendan y enseñen a niñas, niños y adolescentes a distinguir entre qué forma parte de lo íntimo (personal), lo privado (para algunos) y lo público (para todos). ¿Qué es lo íntimo? Lo que corresponde al mundo interior de la persona, su singularidad, su personalidad, su identidad, sus secretos y acciones personales.
Como afirma Byung-Chul Han en su libro La sociedad de la transparencia, “sin duda, el alma humana necesita esferas en las que pueda estar en sí misma sin la mirada del otro”. Desde algunos sectores intenta instalarse la idea de que ya no existe la privacidad, que ya “perdimos”. Sin embargo, Han dice que esta idea de posprivacidad es ingenua: “Esta exige en nombre de la transparencia un total abandono de la esfera privada, con el propósito de conducir a una comunicación transparente. Se basa en varios errores. El hombre ni siquiera para sí mismo es transparente”.
¿Qué efecto tiene esta transparencia en niños y adolescentes que todavía están construyendo su propia subjetividad? ¿Cómo es el desarrollo de una subjetividad que sucede ante la mirada ajena, masiva –y, muchas veces, anónima– desde la niñez? ¿Qué pasa cuando lo íntimo se hace público?
Entonces, la protección de la privacidad es fundamental en lo que respecta al desarrollo de una persona. De hecho, Shoshana Zuboff, autora del libro La era del capitalismo de vigilancia, explica por qué nuestras vidas internas deberían ser privadas. Ante la famosa frase que dice “si no tienes nada que ocultar, no tienes de qué preocuparte”, ella sostiene que con esa afirmación disminuye nuestra necesidad de refugio, de privacidad, de autonomía, de soledad, porque las personas desarrollamos nuestra vida interna en estos espacios. A esa famosa frase, sugiere responder: “Si no tienes nada que esconder, no eres nada”.2
Rastrear, analizar, controlar, perfilar
Todo esto lleva a otro concepto que se escucha mucho en el último tiempo: la huella digital. Aquellos rastros que dejamos en Internet con cada paso y cada clic que damos. Pero la huella digital no se compone exclusivamente de los datos que nosotros mismos generamos y aportamos a través de nuestro uso y nuestros recorridos por la web, como pueden ser posteos, comentarios, fotos en redes sociales, formularios que completamos, y otros contenidos que compartimos en plataformas. Esta huella se compone, además, de datos públicos y de datos nuestros publicados por otras personas. Los datos públicos son los datos de la obra social, números de identificación (DNI, CUIT o CUIL), declaraciones de impuestos, resúmenes de tarjetas de crédito, cargos, becas, resultados de sorteos, resoluciones judiciales, entre otros. Los datos publicados por otras personas pueden ser fotos, posteos de amigos, familiares, instituciones educativas, espacios de trabajo, clubes o espacios de pertenencia en redes sociales.
Todo esto va construyendo nuestra identidad digital. Entonces, al navegar en Internet debemos saber que cuando aceptamos términos y condiciones de uso de las aplicaciones que descargamos en celulares, computadoras, o consolas de videojuegos, les damos el derecho a las empresas y a los Estados de hacer lo que quieran con nuestros datos y, en algunos casos, con los de nuestros hijos. En su charla TED de noviembre de 2019, la antropóloga Verónica Barassi se preguntaba: “¿Cuántas cosas revelamos sobre nuestros hijos y qué implica esto?”.3
Sin embargo, Barassi aclara que el problema es mucho más grave y que excede la mera decisión de cada familia, porque el problema no son los individuos sino los sistemas. Por primera vez en la historia estamos rastreando, recopilando y analizando la información de cada niño desde mucho antes de nacer y durante toda su vida.
Según una investigación del British Medical Journal de 2019, de 24 aplicaciones de salud, 19 compartían información con terceros y estos, a su vez, compartían información con otras 216 organizaciones, de las cuales solo tres eran del sector de la salud. ¿El resto? Grandes empresas de tecnología (como Facebook, Google u Oracle), empresas de publicidad en Internet y una agencia de crédito al consumo. Sin embargo, esto es solo la punta del iceberg.
¿Por qué importa que se rastree todo lo que hacen los niños? No solo se hace un seguimiento de cada persona, sino que se las clasifica de acuerdo con lo recolectado. Con tecnologías basadas en análisis de datos y machine learning se recolectan los datos de cada persona, se cruzan y se sacan conclusiones de esa persona o grupos de personas (inferencias). Estos perfiles que se hacen de las personas (adultos, niños y adolescentes) pueden afectar derechos fundamentales.
Como ejemplo, Barassi se refiere a una investigación realizada por un equipo de la Universidad de Fordham (Nueva York), titulada Transparencia y mercado de datos de estudiantes. Lo que se descubrió es que los datos recolectados de formularios de sitios web de planificación educativa, que completan estudiantes que buscan becas o un plan universitario, se vendieron a brokers de información educativa y que estas empresas clasifican incluso a niñas y niños de dos años según categorías como etnia, religión o ansiedad social. ¿Qué hacen después? Venden estos perfiles junto con datos personales de la persona (incluyendo su nombre y domicilio) a diferentes empresas.
¿Quiénes usan o podrían usar esta (y otra) información? Los bancos, las aseguradoras, posibles empleadores y consultoras de recursos humanos –para analizar a candidatos para un puesto de trabajo–, la policía y los juzgados –para conocer la probabilidad de que alguien cometa un delito o reincida–. Es decir que los datos que se recolectan de una persona desde su primera infancia podrían usarse en su contra en el futuro.
La existencia de estos perfiles y la aplicación de los mismos a las personas son una amenaza a su libre desarrollo. Nos convertimos así en rehenes de la interpretación de datos seleccionados arbitrariamente para definirnos, segmentarnos, clasificarnos y juzgarnos.
Es necesario que el sistema abandone la creencia de que estas tecnologías pueden hacer un perfil objetivo de las personas y que podemos confiar en ellas para tomar decisiones basadas en datos sobre las vidas de individuos. Como reflexiona Barassi, “no pueden clasificar humanos porque los rastreos digitales no reflejan quiénes somos”. La naturaleza humana es compleja e impredecible y lo que se necesita es una solución política: que los gobiernos vean que la protección de datos es un derecho humano.