Soberanía tecnológica: Tenemos un problema

Leandro Monk

 
 

Para hablar de soberanía tecnológica, el tema que abordará este artículo, es importante –e interesante– tener presente que analizaremos un problema que solo afecta al 63% de las personas que viven en el mundo. Según datos de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el 37% restante, es decir, aproximadamente tres mil millones de personas, no cuentan con acceso a Internet. De hecho, muchas de esas personas nunca se conectaron. Es un dato relevante, teniendo en cuenta que los procesos de globalización e informatización están tan presentes en nuestras vidas que se nos hace difícil pensar en una cotidianidad por fuera de la red. Hay personas que, se puede decir, viven en otra época de la historia.

La soberanía tecnológica es un concepto que alude a la necesidad de que los pueblos tengan participación en la gobernanza y la propiedad de la infraestructura, el software y los datos que circulan en Internet. El estado de situación actual está lejísimos de esta idea. Hoy, la mayor parte de las empresas que ofrecen contenido en la red, así como las que cuentan con el espacio para alojar esa información (servers), e incluso quienes tienen la propiedad de los equipos, son privadas. Y lo que es peor, están sumamente concentradas, son pocas. Esto redunda en menos capacidad de acción por parte de los individuos, las organizaciones sociales y hasta los estados nacionales para decidir sobre qué circula en Internet y cómo.

Para situar brevemente cómo se llegó a esta situación se puede pensar que los adelantos tecnológicos y las capacidades que de ellos se desprendieron tuvieron un crecimiento exponencial en las últimas décadas, con la particularidad de que al tratarse de un conocimiento sumamente técnico, se extendió la idea de que, por su naturaleza, la tecnología es intrínsecamente neutral y, por ende, no está atravesada por la geopolítica, ni responde al interés de empresas monopólicas en mercados globales.

Cuando los Estados, las personas y los especialistas en el tema comenzaron a darse cuenta de la situación, ya era tarde. Internet se asentaba sobre una infraestructura de propiedad empresarial, y por ende, los datos, la información que los miles de millones de usuarios de Internet pusieron allí, de algún modo, ya no les pertenecía del todo.

El problema

En la actualidad, Internet aloja la mayor parte de la información que generan las personas, ya sea de carácter público o privado. Más del 70% del tráfico de Internet de la Argentina está concentrado en tres empresas: Meta (que es propietaria de Facebook, WhatsApp e Instagram), Alphabet (dueño de Youtube y Google) y Netflix. Estas tres empresas concentran y manejan los contenidos a los que nos exponemos, las formas en que nos comunicamos, y hasta guardan los documentos en los que trabajamos, las fotos de nuestros archivos familiares, incluso información pública sensible. Son plataformas que están indisociablemente ligadas a nuestra vida, pública y privada.

Aunque se puede pensar que estos múltiples servicios muchas veces son gratuitos, en realidad, nuestros datos, nuestra información, nuestra vida personal, y las decisiones que podríamos tomar en torno a esto, es lo que estamos entregando como pago.

Un ejemplo interesante de cómo operan las empresas son las llamadas técnicas de “retención de usuarios”. Es lo que hace Google con las biografías que aparecen en la página de búsqueda al ingresar un término. Desde hace un tiempo, al buscar a una persona o hecho público en esa página, aparece un recuadro en el margen superior derecho, que muestra un resumen de la biografía o del hecho buscado. Estos datos los provee Wikipedia, una organización que ya tiene un reconocimiento, obtenido tras muchos años de trabajar en la generación de conocimiento colaborativo y que cuenta con un sistema de chequeo de datos exhaustivo. Se trata de información elaborada por personas y organizaciones, de modo gratuito. Lo que hace Google es editar esa información, para que aparezca un resumen de la persona o hecho en la misma página de búsqueda. Este llamado “panel de conocimiento” tiene un objetivo claro: que no salgamos de Google. Los datos son de Wikipedia, pero los vemos en Google, editados y presentados de tal manera que no resulte necesario ir a Wikipedia. Estas acciones, que parecen inocentes, son a la vez extremadamente transversales a nuestra existencia. Se trata de herramientas que usamos tanto que modifican nuestra manera de ver el mundo.

La pregunta es: Si el pueblo pudiera decidir, ¿pondría una opción con los sitios más buscados antes de hacer clic? El ejercicio de pensar si todo funcionaría de la misma manera si una organización informada y democrática tomara estas decisiones revela la cantidad de cuestiones que podrían ser diferentes.

Un dato relevante es que esas tres empresas (Meta, Alphabet y Netflix) le dan a las que comercializan Internet servidores descentralizados, cachés, lo que hace que la conexión del usuario, desde su computadora o teléfono hasta la página buscada, sea más rápida, ya que le evita tener que hacer la conexión vía tráfico internacional. Es como un atajo que garantiza una mejor experiencia al usuario, ya que este siente que entrar a estas páginas es mucho más rápido que a otras que no tienen la capacidad de brindar este servicio.

Esto demuestra que uno de los principios que regía Internet en sus inicios, la llamada neutralidad de la red, por la cual todas las páginas de Internet tenían la misma posibilidad de acceso, ya no existe. Si en una zona geográfica determinada, un sitio no está cacheado, es inaccesible para el usuario, o tarda muchísimo en cargar. Como usuarios lo desestimamos. Los tiempos de acceso a la web no son iguales para cualquier empresa. Y todos queremos volar en Internet.

A nivel estatal, la implementación de casi la totalidad de las políticas públicas requiere de algún soporte informático. En la Argentina, esto abarca desde el análisis de grandes cantidades de datos de salud en el contexto de la pandemia por COVID-19 hasta las políticas de desarrollo social, como es el caso de la Asignación Universal por Hijo (AUH). Además, se sabe que el nivel de informatización de la gestión del Estado solo puede crecer en los próximos años, y a un ritmo cada vez más acelerado.

Entonces, ¿cuál es el problema?

Sin soberanía tecnológica, el Estado se ve obligado a restringir su capacidad de decisión sobre las herramientas tecnológicas que despliega para dar respuesta a sus necesidades y a las de la ciudadanía. Esa falta de libertad para decidir tiene no solo implicancias técnicas sino también éticas y políticas. Un ejemplo ilustrativo de esta dificultad podría ser la necesidad de que un organismo público brinde un canal de atención a través de WhatsApp, algo muy razonable, dado que se trata de la herramienta de comunicación elegida por gran parte de la población nacional. Sin embargo, WhatsApp hoy pertenece a Facebook-Meta, una empresa con posicionamientos políticos y motivaciones que responden a sus intereses y creencias. Facebook cerró la cuenta de Donald Trump cuando era presidente en ejercicio de los Estados Unidos, es decir, incurrió en un acto de censura sin que mediara orden judicial. Y surge la pregunta sobre qué acciones de repudio se pueden realizar sin utilizar esa misma plataforma.

Otro ejemplo se puso de manifiesto durante la pandemia y tuvo que ver con la posibilidad de implementar un servicio de detección de contactos estrechos mediante emisiones de Bluetooth de baja energía. Esto requería ser implementado a través de los sistemas operativos de los teléfonos celulares. Fue así que Google y Apple realizaron un acuerdo para implementar la tecnología y ponerla “a disposición” de los estados nacionales para que realizaran sus propias aplicaciones de salud. Resultó que para acceder a dicha tecnología era necesario firmar un acuerdo con estas empresas, en el que los Estados aceptaban que las aplicaciones no pudiesen tener ciertas funcionalidades y les daban a ambas empresas potestad de supervisión sobre el desarrollo de la propia aplicación pública.

Hasta acá se habló principalmente de los contenidos y el software. Si nos concentramos en la infraestructura que hace posible Internet, recordemos que la fibra óptica es el medio a través del cual circulan los datos de la red. Es relevante señalar que más del 90% de la propiedad de la fibra óptica en el mundo pertenece a empresas privadas.

¿Qué implicancias tiene esto? Toda la información que maneja un Estado, muchas veces datos sensibles que requieren resguardo, corre en un ámbito sobre el cual ese mismo Estado no tiene injerencia. No hay mecanismos eficientes que puedan construirse si esa información no está alojada en territorio nacional bajo el control de los estados nacionales y conforme a las leyes locales. Cuando esta información cruza la frontera, es imposible asegurar que no existe otro ordenamiento legal aplicable. Incluso en casos en que los proveedores presentan como garantía algunas cláusulas contractuales, estas podrían ser nulas debido a la primacía de normas de carácter superior en aquellos países donde la información está efectivamente alojada.

La utilización de las nubes privadas tiene para los usuarios importantes consecuencias en términos de la propiedad intelectual de los documentos y demás bienes informacionales alojados en ellas. En muchos casos, el alojamiento en nubes privadas extranjeras (Google Drive, Dropbox) implica la concesión de licencias respecto de los documentos en favor de los titulares de los servicios de almacenamiento. Esto se da en un contexto en el que los agentes del Estado que hacen uso de estos servicios no siempre realizan una evaluación cuidadosa de los términos y condiciones que aceptan. No siempre se lee la letra chica.

En definitiva, son cuestiones que a los usuarios de Internet no les explicaron nunca, aunque resultan obvias. Quien presta el servicio de software tiene los datos que corren en ese software. Los ejemplos abundan.

Cambridge Analytica es, según Wikipedia, “una compañía privada británica que combinaba la minería de datos y el análisis de datos con la comunicación estratégica para el proceso electoral. Saltó a la fama en 2018 al verse involucrada en el llamado ‘escándalo Facebook-Cambridge Analytica’”. Investigaciones periodísticas demostraron que la consultora adquirió de forma indebida información de cincuenta millones de usuarios de la red social Facebook en los Estados Unidos y que esos datos privados fueron utilizados para manipular psicológicamente a los votantes en las elecciones de ese país en 2016, las que llevaron a Donald Trump a la presidencia. La empresa no solo envió publicidad personalizada a esas personas, sino que desarrolló noticias falsas que luego replicó a través de redes sociales, blogs y otros medios de comunicación, con el objetivo de influenciar al público.

Con nuestros propios datos, que no nos pertenecen al estar alojados en una plataforma extranjera o en un servidor ubicado en el exterior del país, pueden influenciarnos para que hagamos o pensemos tal o cual cosa.

La censura que ejercen estas plataformas al señalar, a modo de editorial, cuándo un medio de comunicación de un país es público es otro ejemplo de cómo estas empresas toman decisiones políticas permanentemente. Desde el inicio de la guerra entre Rusia y Ucrania se comenzó, además, a identificar a los periodistas que trabajan en medios financiados por el Estado. Internet no es neutral, hay ideología –con la que podemos acordar o no– en cada decisión empresarial que se lleva adelante. Son decisiones tomadas por empresas privadas. Entonces, ¿qué, quién o cómo puede ejercerse una regulación?, ¿un privado tiene el derecho de decir quién puede hablar y quién no?, ¿eso puede verse como un acto de censura?

Sin riesgo de exagerar, estas empresas terminan teniendo más poder que los estados nacionales. Porque además, son extraterritoriales, están en todas partes.

Todos estos ejemplos nos permiten pensar la importancia que tiene la independencia tecnológica para tener un control real sobre las tecnologías y, por lo tanto, de las capacidades del Estado. Queda claro que el Estado debe tener control legal, intelectual y operativo de la infraestructura informática y el software (IIS) y que este es un punto crítico para la gestión de políticas públicas. Sin soberanía tecnológica, el país se desprende de grados de libertad para adoptar las políticas tecnológicas que le resulten convenientes, restricción que a su vez impacta en cómo se despliegan los aspectos tecnológicos de sus políticas, cuestión cada día más relevante.

Una (posible) solución

El objetivo de este artículo es plantear la necesidad de cambiar nuestra visión sobre las tecnologías de la información y las comunicaciones por una que tenga en cuenta las necesidades de las comunidades. Es urgente consolidar nuestra soberanía tecnológica. Y pensar cómo sería el diseño de un tratamiento ético de los datos y cuáles las mejores estrategias para combatir los males que trae la plataformización de nuestras actividades cotidianas.

Una forma de comenzar a idear soluciones puede ser la creación de una nube pública de carácter estatal que garantice que los datos puedan circular y permanecer dentro del territorio nacional.

Un caso de éxito en este sentido se dio en Estonia. Allí se desarrolló una iniciativa de este tipo, a partir de una serie de decisiones que tomó el Estado de ese país cuando vio que iba camino a ser un Estado cien por cien digitalizado. Allí, la gran mayoría de los trámites con entidades gubernamentales se puede hacer de manera digital y desde el año 2000 cada habitante tiene asociada una clave pública (PKI).

En el año 2013 se hizo un relevamiento sobre el uso de los servicios de nube contratados hasta ese momento por las diferentes dependencias estatales y se llegó a la conclusión de que era necesaria una organización más eficiente, dado que se detectó una gran dispersión de diferentes contrataciones. Los objetivos principales de esa reorganización no tuvieron necesariamente que ver con abaratar costos, sino con mejorar la calidad de los servicios ofrecidos a las entidades estatales y estandarizar políticas de seguridad. Así fue que en 2016 comenzó el desarrollo de la nube híbrida en Estonia, liderado por la Fundación Estatal de Comunicación de la Información, que se define como “el operador de la infraestructura básica de la sociedad de la información de Estonia”. Esta nube híbrida fue creada en cooperación entre los sectores público y privado, un consorcio que incluye a Cybernetica AS, Dell EMC, Ericsson Eesti AS, OpenNode OÜ y Telia Eesti AS. Además del sector gubernamental, los clientes de la Nube Nacional son gobiernos locales, proveedores de servicios vitales (ETO), empresas privadas que brindan servicios de tecnología de la información (TI) al Estado y proveedores de atención médica.

Una nube híbrida nacional puede y debe ser desarrollada en base a tecnologías libres, interoperables, que le aseguren al Estado independencia de cualquier proveedor de software o infraestructura.

Existen en nuestro país personas e instituciones públicas y privadas con conocimientos que permitirían desarrollar la nube híbrida nacional, generando trabajo y desarrollo local. En base a tecnologías libres y con personal local, el Estado puede asegurar el cumplimiento tanto de las normativas como de los más altos estándares en cuanto a la seguridad de la información y el resguardo de los datos personales de la ciudadanía.

La tecnología de nube aparece en el centro de cualquier implementación tecnológica de hoy en día. Es por eso que el Estado debe asegurarse su control legal, intelectual y operativo. Una nube basada en tecnologías libres permite que el Estado conozca todos los detalles de la tecnología que emplea y le da la posibilidad de tomar sus propias decisiones tecnológicas. Trabajemos en la nube, en nuestra nube.