¿Qué perro soy en internet?

Marcela Basch

 
 

Circula un texto que David Foster Wallace leyó en 2005 en la Universidad de Keyton. “Están dos peces nadando uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, que los saluda y dice: ‘Buen día muchachos. ¿Cómo está el agua?’. Los dos peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno voltea hacia el otro y pregunta: ‘¿Qué demonios es el agua?’”.

La pregunta es qué demonios es internet, o cómo la imaginamos. Y quiénes somos en –o por, a través de, gracias a, por culpa de– internet.

“Una primera aproximación a INTERNET. Un mundo de comunicación” se llamaba la charla que dio mi madre en noviembre de 1995 ante un auditorio de monjas directoras de escuela (y yo, de colada). En una computadora conectada a un proyector, abrió el Netscape Navigator y mostró cómo acceder a bibliotecas lejanas. Hacia el final, pasó por Internet Movie Database. Me acordé de mi primera vez en un videoclub: esa euforia de “está todo acá”. Lo primero que busqué on line fueron letras de canciones.

Primer momento entonces: Internet como el gran archivo, la biblioteca total. La idea original de la World Wide Web de Tim Berners-Lee: un repositorio para publicar, reunir y compartir el conocimiento.

Un año antes de esa charla entre monjas me había enamorado por primera vez, justo antes de un viaje. Durante meses peregriné por correos buscando cartas que me esperaban en poste restante. Quiero decir: soy de la generación que se topó con internet entrando a la adultez; tuve CUIL antes que una casilla de correo electrónico a mi nombre. Conocí la vida con y sin internet; si naciste antes de la caída del Muro de Berlín, vos también. Es como conocerla con y sin imprenta, con y sin motores, con y sin electricidad.

En 1995 mi mamá escribía “INTERNET”. Quizá por pensarlo como acrónimo de “interconnected networks” (redes interconectadas), o por una suerte de respeto reverencial.

Veinte años después, en Guerras de internet,1 Natalia Zuazo se plantó: “Decidí escribir ‘internet’ con minúscula. Casi todos, todavía, lo hacen con mayúscula otorgándole una importancia de cosa única. […] Internet, con su omnipresencia que todo lo resuelve, se erige como la primera religión común de la humanidad. Confiamos tanto en su poder que le damos un lugar en el cielo […] como una ‘nube’ que se posa sobre todos nosotros para mantenernos conectados. Esa representación blanca, luminosa, etérea, sin cables ni fallas, […] donde estar conectados es ser felices. Una internet así de poderosa merece ser escrita con mayúscula. Yo, en cambio, me opongo a esa idea”.2

Decía Juan Manuel Lucero, líder del Google News Lab, en una charla de 2015: “El tipo llega a su casa, se saca los zapatos, se sirve un whisky y le dice a su esposa: ‘Querida, vamos a navegar por internet’”. La metáfora de la primera internet era el mar, con sus tesoros sumergidos, sin ley. Lucero marcaba una ironía: ya nadie piensa internet como un espacio de esparcimiento. Ni siquiera como un espacio.

En la década de 1990 se hablaba de los “piratas informáticos”. Las comunidades de hackers que creaban software libre colaborativamente desde 1991 –con Linux– parecían tener el océano por delante. En 1996 John Perry Barlow proclamó la Declaración de Independencia del Ciberespacio:3 “Gobiernos del Mundo Industrial, fatigados gigantes de carne y acero, yo vengo del Ciberespacio, nuevo hogar de la Mente. En nombre del futuro, les pido a ustedes, del pasado, que nos dejen en paz. No poseen soberanía donde nos congregamos. […] El nuestro es un mundo que está en todos lados y en ninguno, donde no viven los cuerpos”.

Mi segundo novio trabajaba en un laboratorio de informática. Me mandaba emails con dibujos en caracteres ascii a la casilla de correo familiar (un abono de internet, un correo electrónico). El primer email a mi nombre lo saqué (¿lo tramité?, ¿lo obtuve?) a fines de 1998, en una computadora de una universidad. Unos meses después, un amigo consiguió un trabajo insólito y nos explicó muy solemnemente: “El sitio es un portal”. Un año más tarde, yo también entré a “una puntocom”.

Segundo momento entonces: Internet como fuente y lugar de trabajo. Como industria, ya no solo para gente de ciencia o negocios. Amazon carreteaba el comercio electrónico y nacían los “contenidos”. Había empresas generando información nueva para cobrar por publicidad en línea: una oportunidad. Y una burbuja.

La puntocom donde trabajaba ofrecía el consejo de referentes deportivos a través de correos electrónicos. Internet inventaba un nuevo rol de intermediación; trabajar empezaba a ser mandar correos. La palabra “correo” se redefinió, así como “documento”, “página” o “sitio”. Florecieron los retrónimos, términos necesarios para nombrar lo de siempre a la luz de sus gemelos digitales, como “correo postal”.

En el año 2000 hice amigos virtuales en el chat de Napster, la primera plataforma masiva de intercambio de archivos p2p: de par a par. Napster popularizó el milagro de los bienes culturales digitales sin costo; en el mismo pase de magia, difundió el rol de par. Claro que quería charlar con alguien llamado fodef que aportaba esa canción tan buscada; y también ofrecer otras, sumar mi granito de arena. Ser parte.

En una famosa viñeta publicada por Peter Steiner en The New York Times en 1993, un perro sentado frente a una computadora le dice a otro: “En internet nadie sabe que sos un perro”. Yo tampoco sabía qué animal podía ser on line.

Al tercer novio lo conocí en (¿por? ¿a través de? ¿gracias a? ¿por culpa de?) internet. Otro amigo había traído una verdad revelada: “Hay un metabuscador. Se llama Google”. Buscando letras de canciones, Google me llevó a un sitio misterioso: fue leer y enamorarme. Mandé un mail a una dirección que no evidenciaba nada parecido a un nombre. La respuesta llegó por icq: pétalos coloréandose de verde. Fue, como cantaba Rufus Wainright, un amor imaginario para empezar. ¿Quiénes éramos? Una amiga me dijo: “Vení a contarme cuando sea real”.

¿Qué es real? Me habría venido bien en ese momento la nota que Rafael Cippolini publicó doce años después en Ñ4 –con el diario del lunes, habríamos dicho–. “No debería culparse ni al software ni a internet de esta progresiva sensación de ‘ficción recolocada y expansiva’ […] Lo virtual no es lo contrario o diverso a lo real, sino a lo físico. Lo digital es real, pero todavía sigue discutiéndose si es o no material. […] Lo que causa incertidumbre […] [son] las relaciones culturalmente inestables entre lo que denominamos digital y lo que conocemos como ficción […] Cada vez se hace más evidente que el lugar de la ficción es cada vez menos evidente.”

Ese sitio al que llegué gracias a Google y Tom Waits era la protoversión de lo que llamaríamos blog. Me sorprendió: no era una web institucional, ni un medio de comunicación, ni un comercio.

Tercer momento entonces: Internet como un espacio de expresión individual. Otra dimensión para ser.

“La red es como un universo paralelo, si uno solo lo mira se queda con las ganas de algo más, ahí es donde quiere interactuar y para eso necesita existir”, explicaba Fabio Baccaglioni en 2008. “Tener un mail, un blog, un sitio web, una red social, todo es parte de esa búsqueda de existencia.” En 2001 no existían las plataformas de blogueo. Lo que veía era algo hoy en extinción: una web artesanal, hecha con DreamWeaver. Después también yo tuve, como miles, mi blogcito; una botellita al mar posibilitada por tecnologías de interacción 2.0 como Blogger. Lo que Tim Berners-Lee llamó “la web de lectura y escritura”, por oposición a la anterior. Nacía otra identidad: ser bloguera. Luego vendrían más: flogger, youtuber, tuitere, gamer, instagramer, streamer, tiktoker, y la suma del poder público: influencer.

En ese tenor 2.0, en 2001 había nacido Wikipedia, sobre la delirante idea de que cualquiera puede contribuir al saber. El primer artículo fue UuU: listaba “United Kingdom / United States / Uruguay”. Internet como mapa y territorio a la vez. Y como gran configurador de identidades: en este caso, ser wikipedista y darle forma a la representación del mundo. Que no es más que ser par (de p2p), trabajando voluntariamente sobre el conocimiento.

“Con la colaboración distribuida –software libre, Wikipedia, hardware libre, ciencia abierta– internet permite separar un problema de su solución”, marca el sociólogo Mariano Fressoli. “Las personas que colaboran ya no tienen que estar en el mismo edificio.” El caballo, el tren, el auto acortaron nuestra percepción de las distancias; la imprenta y el cine cambiaron el tiempo. Internet le hace pito catalán a las dos dimensiones. Todo junto en todas partes al mismo tiempo: un Aleph mágico de deseos y obsesiones.

¿Por qué trabajarían gratis? Yochai Benkler (2006)5 sostiene que el incentivo viene de las posibilidades de impacto: la web 2.0 prometía convertirte en héroe. Y abría, también, otra socialización: las comunidades de producción de pares.

En aquellos días de nicknames vi caer en vivo las Torres Gemelas desde la computadora de la oficina. Todo cambió de golpe. Sobre todo para internet.

En la práctica, la utopía del ciberespacio de pares donde las ideas y bienes culturales circulaban libremente duró poco. Ya en julio de 2001, un juez había ordenado apagar los servidores de Napster por violación a las leyes de propiedad intelectual. Pero la semilla de un mundo para compartir ya había prendido.

En la etapa de expansión imperial de Google floreció YouTube y sus tutoriales: Internet como una escuela de todas las cosas, que, clic a clic, aprendía de nosotres. Y a la vez como el mapa definitivo: cuando vi Google Earth, sentí que podía pasar el resto de la vida viajando con la mente.

En 2006, Rick Falkvinge fundó el Partido Pirata en Suecia para darle una narrativa a la batalla por el acceso al conocimiento, basado en la ética hacker. Invertía el signo de la palabra “pirata”, que comparaba a hackers con delincuentes. En 2009, el Manifiesto del Partido Pirata6 argentino volvió a la analogía oceánica. “Navegando caóticos mares culturales, habitando unas pocas y remotas islas liberadas, no conocemos otra forma de organizarnos que no sea bajo un principio de convivencia igualitaria: las Redes de Pares. […] para quebrar la opresión de las falsas leyes de la escasez, del copyright y sus artificiales feudos inmateriales […] que nos restringen el acceso a este nuevo mundo de la abundancia multicolor, donde todos podemos crear, copiar, multiplicar y compartir. […] Creemos en compartir la mayor riqueza que atesoramos como humanidad: la cultura, las ideas y el conocimiento, que liberados del lastre analógico y anacrónico de la escasez, solo queda liberarlos del pesado lastre de la codicia.”

El intercambio entre pares ya traspasaba lo digital. Detrás de Craigslist, el primer “tablón de anuncios” on line, surgieron sitios para compartir viajes en auto, trocar objetos y ofrecer hospitalidad gratuita, como Couchsurfing. En 2007 me hice couchsurfer: elegí una foto, me inventé en mi primer perfil y recorrí veinte países durmiendo en sofás.

Cuarto momento entonces: Internet como infraestructura digital para el mundo material.

El sueño de la economía colaborativa fue hermoso, pero había que pagar los servidores que alojaban tanta información (como recuerda Zuazo, la “nube” son máquinas privadas). Craigslist dio paso a eBay, Mercado Libre, su ruta. Couchsurfing fue fagocitado por Airbnb. El capital de riesgo se desayunó los ideales de la sharing economy en dos bocados. La narrativa persistió unos años: era excelente para los negocios. A su sombra crecieron las empresas más explotadoras del mundo, como Uber o Rappi.

Navegar es preciso, vivir no es preciso, decían Plutarco, Pessoa y Caetano Veloso. Hoy que ya nadie piensa en internet como navegación (aunque usemos “navegadores”), la dicotomía entre internet y vida insiste. Como si lo que pasa en (o por, con, a través de, gracias a, por culpa de) internet, quedara ahí. Les hackers desconfían del acrónimo IRL, por in real life (“en la vida real”); prefieren AFK, away from keyboard (“lejos del teclado”).

Cuando dejó de oírse el ruidito del dial up y la acción de “conectarse” se diluyó en la conciencia, dejamos de pensar en internet. Con media población mundial permanentemente “conectada”, sumergida en lo digital, dejamos de preguntamos qué es el agua. Según el investigador John Naughton (2016),7 internet evolucionó en poco más de dos décadas a una Tecnología de Propósito General (GPT): una tecnología de uso amplio, capaz de mejorar de forma constante, sin la cual “la sociedad moderna no podría funcionar”. “En un período relativamente corto pasó de ser algo considerado como exótico a una utilidad aparentemente mundana, como la electricidad”, afirma.

Buena comparación. En 2015 sostenía el crítico Daniel Molina:8 “Internet es como la electricidad: se pudo vivir sin ella, pero una vez que apareció no hay vuelta atrás”. Zuazo escribía: “Internet está tan presente que ya no la pensamos. Ya ni siquiera nos exige conectarnos a un cable. Como la electricidad, está siempre allí para darnos la energía artificial que mueve todo. Internet está tomando el mismo camino: se está volviendo omnipresente e invisible. Se desmaterializa y desaparece entre las paredes y los muebles de la casa, nos rodea en ese halo mágico llamado wifi […]. Siempre conectados, ya no pensamos en ‘subir’ o ‘bajar’ el interruptor. Entramos en pánico si ‘se cae’ la conexión: nosotros también nos caemos del mundo”. ¿Será que 2015 y 2016 fueron los últimos años para pensar internet? “Dado que los servicios públicos tienden a darse por sentados (hasta que se estropean) y, en general, no se entienden bien (porque la gente no se interesa por su funcionamiento), la sociedad industrial se encuentra ahora en la extraña situación de depender totalmente de un sistema tecnológico que es muy perturbador y que, sin embargo, se entiende muy poco”, marcaba Naughton.

Se dice que no hay derechos digitales, sino derechos humanos off line y on line. En otras palabras: internet no es otra jurisdicción. Parece una perogrullada, pero implica que queda bajo las leyes de cada nación. Si tengo problemas con una compra en Amazon, ¿a quién compete? Un universo de conflictos legales.

Y de temores. El sueño terminó: no más océano de pares libres. De Edward Snowden en adelante, y gracias a la colaboración estelar de las redes sociales, sabemos que gobiernos y empresas conocen mejor que cada quien qué tipo de perro es y cuál pulga le pica. “La vigilancia es el modelo de negocios de internet. Construimos sistemas que espían a cambio de servicios”, dijo el especialista en ciberseguridad Bruce Schneier en 2014.9 Si algo es gratis, el producto sos vos; tu nuevo rol.

Quinto momento, entonces, de internet: Extractivismo. Hora de admitir que necesitamos ayuda, regulaciones, criptografía; no otra app para mantener a raya las apps.

A medida que internet se va diluyendo en lo que entendemos por realidad, quiénes somos on line pasa a ser nomás quiénes somos.

Apunta Naughton que una característica de la web 2.0 era estar –como Google– “en beta permanente”, siempre en proceso. Lo mismo pasa con las identidades on line, de un perfil a otro, nos rediseñamos. Van quedando en bits las capas geológicas de personalidades que nos probamos. Con más o menos ropa o pelo, profesionales en Linkedin, picantes en Twitter, sexis en Tinder. Nada es del todo real ni del todo fake: el continuum digital/ficcional de Cippolini.

La noción de exhibicionismo prescribe ante un new normal que conmina a exponerlo todo, bajo una máxima ominosa: si no hiciste nada malo, no tendrás nada que ocultar. Así, aquel país de la libertad con el que soñaba Barlow –la libertad del anonimato–, se convirtió en el archivo que nadie resiste.

Sexto momento entonces: Internet como vidriera expuesta a piedrazos. Expedientes a cielo abierto. Y en paralelo, los sótanos: casinos virtuales, redes de pornografía, deep web. Internet como garito y aguantadero.

Contra este archivo global donde somos más objetos que sujetos, el filósofo chileno Andrés Tello propone el “anarchivismo”:10 la actividad de desordenar y desclasificar lo archivado, liberar el acceso y compartirlo. El crítico Daniel Link lo relaciona con la posfilología, de Michelle Warren: “Un tipo de lectura que puede darte dolor de cabeza: los centros cambian constantemente, las paralelas se cruzan, los orígenes se dispersan, la política suspira pesadamente”.11 Un lunes normal en (¿por? ¿a través de? ¿gracias a? ¿por culpa de?) internet.

“Si pensás en las predicciones del futuro, siempre falta lo más importante del mundo actual: Internet”, dice el científico Lawrence Krauss en el documental Lo and behold, de Werner Herzog (2016). “Tenían autos voladores, cohetes espaciales: nada de eso existe. Pero internet gobierna nuestras vidas.”

Vuelvo al chiste de Lucero: “Querida, vamos a navegar por internet”. Algo hace ruido: nadie navega –ni lo que sea que hagamos en, por, a través de internet– con la esposa. Llegamos a solas; en casa o en el colectivo, me abstraigo de mi entorno físico para volcarme al Aleph virtual. Solo Google y otros vigilantes verán mis huellas digitales. Internet es, ya, un metaverso donde la categoría de ficción se queda renga.

“Solía ser que cuando te comunicabas con alguien, la persona era tan importante como la información”, agrega Krauss. “En internet la persona no es importante para nada. De hecho, fue desarrollada para que los científicos pudieran comunicarse sin saber quién es. En el futuro, no vas a saber si te estás comunicando con perros, con robots o con personas. Y no importará. Convertirte en tu propio filtro será el desafío.”

Los bots nos dicen: “Compruebe su humanidad”.

“Es claro que la temprana promesa del internet, de generar una aldea global donde las subjetividades personales se dislocan para conectar con otrxs, ha quedado muy atrás”, sostiene la investigadora Doreen Ríos (2021).12 “Cada clic trae consigo una nueva ola de imposiciones, restricciones, fragmentaciones y, de vez en cuando, oportunidades de reconfiguración. En otras palabras, como bien dice Michael Connor, ha sido una década extraña para haber servido como porrista profesional de la cultura de internet.”

Ríos lista metáforas: “macro repositorio / archivo / mente colectiva / aldea global / herramienta militar / la nube / red informática / ciberespacio / metaverso / red de redes / tejido global / micelio informático”.

Se planta: “El internet no es un archivo, es una performance”.

A 25 años de la Declaración de Independencia del Ciberespacio, el filósofo Toni Navarro publicó fragmentos de una reescritura “en clave infomaterialista”, rebautizado como Declaración de Dependencia del Ciberespacio.13 “Gobiernos del mundo industrial informacional […], gigantes de carne datos y acero algoritmos, vengo del Ciberespacio, el nuevo hogar de la mente y el cuerpo. […] No hemos elegido ningún gobierno, menos aún uno oligárquico-empresarial.”

El concepto de infomaterialidad es de la filósofa Alejandra López Gabrielidis:14 “Un intento de desentrañar las causas filosóficas, cibernéticas y patriarcales de la idea de la inmaterialidad digital y proponer una visión materialista de la información en clave feminista […]. ¿En qué medida ser conscientes de nuestra relación con los datos como una dinámica material y energética puede darnos un impulso para gestionar activa y creativamente nuestra relación con ellos, en lugar de asumir y aceptar las dinámicas que ya existen como algo inevitable?”.

Eso, ¿en qué medida?

“Me gusta pensar que, entonces, el internet –esa red que somos todxs, la que construimos a partir de nuestras trincheras y compartimos con otrxs– es una performance, pues está pensado para mediar y expandirse a partir de lxs demás”, dice Ríos. “Si lo observamos como un archivo, entonces hablamos exclusivamente de ese internet secuestrado por las macro-corporaciones que nos imponen sus objetivos y censuras y, como porrista profesional de la cultura de internet, me considero responsable de formular otras formas de intercambios posibles.”

¿Qué animales podremos todavía ser en –por, gracias a, por culpa de, a través de– internet?

1. Zuazo, N. (2015). Guerras de internetUn viaje al centro de la red para entender cómo afecta tu vida. Debate: Buenos Aires.

2. En otros artículos de este volumen se utiliza la mayúscula para “Internet”. La lengua es dinámica, a la vez que territorio de disputas. En este libro se aplican, como criterio general, las normas y recomendaciones de la Real Academia Española (RAE), pero hacemos también lugar a filtraciones que dan cuenta de diversos usos y polémicas. [Nota editorial.]

10. Tello, A.M. (2018). Anarchivismo. Tecnologías políticas del archivo. La Cebra: Adrogué.

11. En la conferencia de clausura del curso “Literaturas transicionales en Europa”. Ver https://youtu.be/reXLE3XxDm4.