Las abuelas que me enseñaron a vivir de las redes

Dan Lande

 
 
 

Son las dos de la mañana y la ciudad duerme. La única luz prendida en Varsovia es la de mi departamento en la calle Granedierów. Tomo una taza de té, preparo una lata de cerveza y chocolates polacos para mostrar en cámara. La mesa del living está corrida en ángulo para buscar la mejor luz y el teléfono celular, apoyado en un trípode sobre la mesa. Este es mi set. Acabo de volver del pueblito de Parczew y acerca de ese viaje va la historia que voy a contar. La gente empieza a sumarse al vivo. Se acomodan en el sillón, se sirven las milanesas, destapan un vino. Yo no los veo. Solo veo mi cara en la pantalla, mi cara iluminada en la noche de Varsovia. Aparece una seguidilla de arrobas a los que yo les tomo lista mental. Quién está, quién no. Se conectan personas y usuarios. Gente que conozco o con la que chateo, otros que se suman por primera vez. El número escala, los que llegan saludan con un emoji, una manito, un comentario. Es apenas un segundo, porque cada nombre que aparece desplaza al anterior.

Mientras espero que se llene la sala, pregunto desde dónde siguen la transmisión. Montevideo, Córdoba, Comodoro Rivadavia, Mar del Plata, Santiago de Chile, Buenos Aires. Yo les respondo con una fórmula copiada de la radio, saludo a la persona y a toda la ciudad desde donde está conectada. Después les pido que me cuenten con qué acompañan el vivo, porque el ritual es cenar frente a la pantalla. Sé que los Graffigna se reúnen en el living de su casa, que @fedefoodie lo mira con una copa de vino a mano, Pelautrera toma un té y Polina un vaso de vodka. Después me van a mandar las fotos de la comida, las van a subir a sus redes. Ahora está por empezar la noche de relatos. No lo hago hace mucho pero creo que le agarré la mano. El vivo es un show, tiene sus reglas propias. Todos saben que arranca puntual y que no queda grabado, que es un momento, un aquí y ahora y que entrar tarde es como meterse en la mitad de una función en una obra de teatro. El código de vestimenta varía de acuerdo al relato y por más de que sea libre y gratuito, los que reservan con anticipación tienen una entrada simbólica a su nombre. Ya tengo trescientas personas prendidas a su celular para escuchar la historia de una abuela. La historia de una abuela que no es la de ellos y nunca conocieron. Hoy le toca a la bobe Sarah, que dejó el pueblito de Parczew hace noventa años para emigrar a la Argentina y nunca más volvió. En este teatro que somos mi teléfono y yo, la cara contra la pantalla, el vaso de cerveza, Varsovia a las dos de la mañana. Arrancamos, digo. Y me imagino del otro lado un silencio absoluto. Es un vivo de Instagram, es La Ruta de las Bobes.

Hace once años, cuando empecé a viajar, no existían las redes sociales. En mi imaginario, vivir de los viajes era para millonarios y famosos. Quizá también para un puñado de bloggers exitosos. Desde mi perspectiva, existían dos formas de encarar un viaje largo. Trabajar durante algunos años y usar ahorros. O encontrar durante el viaje trabajos cortos, meterse en uno de esos sistemas de work and travelworkaway o el rebusque del mochilero por techo y comida. Mi primer viaje largo conllevó una gran quema de ahorros y la dinámica no fue muy distinta a la de un año sabático. Internet produjo un cambio: la posibilidad del trabajo remoto. Instagram y YouTube lo aceleraron. Las redes llegaron primero como una vidriera a la singularidad del viajero. Instagram me sirvió inicialmente para compartir mi forma de ver el mundo. Mis proyectos de fotos, mis textos, en lo que significaba una manera fresca y original de compartir los viajes. Instagram creció rápido, la cuenta @rulodeviaje también. Había un público ávido de viajes, gente que buscaba descubrir el mundo a través de los ojos de otras personas. Instagram también representaba la oportunidad de conectarse con otros viajeros, artistas, creadores. Le escribía a gente que hacía cosas parecidas, cuentas que admiraba, otros me comentaban a mí las historias que subía. Surgía una nueva forma de relacionarse, que en muchos casos traspasó la virtualidad. Desde lo laboral, las redes se convirtieron en un canal para promocionar mis proyectos. No vivía de las redes, no hacía plata con las redes. Pero sí ganaban terreno como un lugar de difusión. Promocionaba los eventos de mi espacio cultural, después el libro, los cursos y capacitaciones que daba. De un día para el otro, gran parte de mi vida pasaba en las redes. Gran parte de la vida de todos pasaba por las redes.

En pocos años explotaron las cuentas de viaje, amateur y profesionales, de turismo, de tips y recomendaciones, de bon vivants y viajeros aspiracionales. Instagram se llenó de playas y paisajes. Santorini, Tailandia, Maldivas. La búsqueda de clics, lo instantáneo y efímero arrasaron. Nacía un escroleo frenético, la experiencia pornográfica de mover el dedo y encontrar una playa, el índice otra vez y un langostino, un paracaidista saltando al vacío, el jacuzzi inmaculado de un hotel. Todo en tres segundos. Las mismas fotos, los mismos videos, todos los días. Saturación y frivolidad. Empecé a preguntarme cómo podía hacer algo distinto en las redes, mostrar otros viajes. Cómo se le competía al algoritmo y hasta qué punto valía la pena la dedicación y el esfuerzo. ¿Desde qué lugar generaba contenido? Las redes habían servido para posicionarme pero no había producido ningún proyecto que se sostuviera desde el mismo contenido que generaba.

La transformación, el descubrimiento de una nueva forma de viajar, se la debo a la noche del 21 de febrero de 2019. La noche en que, en medio de una cena, rompí por accidente cinco platos que habían sido de mi abuela. La vajilla de mis abuelos Janá y Joel, los que pasaron la guerra, el Holocausto, y llegaron a la Argentina sin volver a sus pueblos, sin querer saber nada más de Polonia. En una cena rompí cinco platos que habían estado setenta años en mi familia. Y fue la culpa, la culpa judía, la que me disparó una idea. Ir por primera vez a Polonia y llevar un pedazo de plato roto a cada pueblo, escribir un mensaje y dejarlo como placa conmemorativa. Pensé que esa era la mejor manera de repararlo, el mejor homenaje que podía hacerles. Pasaron los días, la idea evolucionó. ¿Por qué tenía que limitarse a mi familia? Quizá podía pedirle a la gente que me escribiera, que me dijera de dónde eran sus abuelos en Europa del Este y viajar haciendo homenajes con platos rotos.

Así nació el proyecto de La Ruta de las Bobes. Recibía los mensajes a través de Instagram y Twitter. Personas que no conocía me hablaban de sus abuelos, me daban el nombre del pueblo. Después pasábamos al mail, en donde les pedía que me contaran todo lo que quisieran. Recuerdos, anécdotas, que me mandaran fotos. A partir de estos abuelos y abuelas tracé el itinerario en el mapa. Iba a hacer un viaje de homenajes con platos rotos por pueblitos de Bulgaria, Rumania, Moldavia, Ucrania, Polonia, Bielorrusia y Lituania. Un recorrido dedicado a recuperar las historias de abuelos y abuelas que llegaron de estos países a la Argentina y nunca volvieron a sus pueblos. Mi hilo conductor no eran los destinos, sino las historias. La reivindicación de la memoria, la construcción de la identidad, el relato de la guerra, el hambre, las migraciones forzadas. Y así lo hice en un primer viaje en 2019.

Durante siete meses crucé Europa del Este guiado por estas historias. Llegaba a los pueblos y les mostraba fotos y videos a estos nietos. De acá vino tu familia, acá nació tu historia. Después intervenía un plato roto y lo dejaba en algún lugar del pueblo como placa conmemorativa. La Ruta de las Bobes busca acercar a las familias a su pasado, conectar a las personas con sus raíces, honrar a los abuelos. Motivar a aquellos que nunca lo hicieron, a indagar sobre sus orígenes. Viajar así me gustaba, lo que se generaba con estos nietos me emocionaba. Había solo una pregunta, un interrogante que surgió antes de empezar el viaje y era qué iba a pasar con el público, con la gente que me seguía en las redes. ¿A quién podía interesarle ver un pueblo en el que no hay nada para ver? Porque la mayoría de estos rincones perdidos de Europa no tenían más que un cementerio viejo en el medio del campo, casitas de madera, la ruta y el pasto crecido. Y por otro lado, ¿a quién podía interesarle la historia de una abuela que no fuera la suya?

Lo que se dio fue algo que jamás imaginé. De la misma forma en que yo me acercaba a estas vidas del pasado, así como yo me metía en lo más íntimo de su historia y me involucraba con estas familias, también lo hizo la audiencia. La gente en las redes, el público de Instagram, conocía y llamaba a estos abuelos por su nombre. La bobe Sarah, el abuelo Emilio, Sultana, Pesza Furman. Tenía enfrente a un grupo de personas que se identificaba con cada uno de ellos, se emocionaba conmigo y se divertía también de las situaciones insólitas que se daban en algunos de estos pueblos. Entendí que sin esta comunidad no había homenaje. Que el acto de memoria no tenía que ver con el plato roto únicamente, sino con todo el evento. El acto de memoria iba desde el primer contacto con los nietos (y el intercambio con ellos), a la llegada al pueblo, lo que descubría en cada lugar, los eventos que ocurrían. Pero además, el poder contar todas estas historias. De eso se trataba el homenaje, todo esto era el acto de memoria. Recordar a estos abuelos significaba contar su historia. Y yo escribía y compartía los relatos, hacía videos de los homenajes y noches de vivos en los que relataba la vida de estos abuelos y mi paso por su pueblo. Tenía a toda una comunidad a la espera de estas transmisiones, personas que seguían los vivos como si fueran capítulos de una telenovela.

En algún momento eso no fue suficiente. Una noche, en Minsk, recibí el mensaje de un usuario. Me encantaría invitarte una cerveza, me puso. Sé que suena raro, pero cuando contás estas historias es como que estuviera en un bar con vos. Y como no nos podemos encontrar en un bar, te invito una birra a la distancia. Me transfirió el valor de una cerveza y yo la tomé mientras subía una foto dedicada a él. Brindando por él. La situación se repitió con un par de personas más pero duró poco, porque las invitaciones se convirtieron en un crowdfunding. Llegar a los pueblos, hacer estos homenajes no era barato. Tanto tiempo de viaje en Europa excedía mi presupuesto. No tengo muy claro cómo fue, pero sí que hubo un momento en el que se dio el clic. Que ser parte de La Ruta de las Bobes era ayudar a que fuera posible. Había personas dispuestas a colaborar económicamente para que siguiera el viaje. Dispuestas a poner plata de su bolsillo para que yo pudiera llegar a un pueblo a honrar la memoria de un abuelo ajeno al que jamás conocieron. Gente que honraba a la abuela de otro.

De la audiencia nacía una comunidad y lo que se daba en Instagram lo seguimos en Zoom, en un newsletter. Una comunidad virtual cada vez más tangible. Los mensajes se multiplicaban, mensajes de todo tipo. Había gente que me contaba por privado historias y recuerdos de sus abuelos. Otros me escribían para recordarme pendientes. Algo que anuncié que contaría y en medio del viaje lo olvidé. Nos debés una historia de Lituania, me decían. También había personas como Maggie, una chica apenas mayor que yo, que en medio de toda la corrida entre pueblos, me mandaba mensajes de madre. Dan descansá, me decía. A La Ruta de las Bobes le habían aparecido jefes, colaboradores, amigos, tías, sponsors. Las abuelas y abuelos de los homenajes tenían todo un equipo que empujaba desde atrás. Personas que apoyaban y alentaban, que me ofrecían contactos, y que también interactuaban ya sin mí. Un día me llegó un mensaje de Javier para contarme que conoció a Maca, por mis redes y que eran pareja. O el caso de Mariana y Jeremías, dos seguidores que me mandaron la invitación a su casamiento. Otra vez, que entre todos organizamos un sorteo falso, después de que @missjulyjuly comentara un posteo diciendo que nunca en su vida había ganado un sorteo. Vi el comentario y se me ocurrió inventar un sorteo para que lo ganara. Veinticinco mil personas complotadas para que @missjulyjuly ganara por primera vez un sorteo en Instagram.

La Ruta de las Bobes, este proyecto de homenajes a abuelos y abuelas que ya no están, me mostró una forma nueva de viajar. Una que ponía al destino en un plano secundario y en la que yo me corría del centro. Una manera de viajar en la que no solo generaba valor para mí, sino que ponía el viaje a disposición de otros: El viajero como un medio. Iba adonde me mandaran, viajaba para que alguien viera por primera vez el pueblo de sus abuelos, para honrar la memoria de una abuela que no era la mía y nunca conocí. Me di cuenta de que lo disfrutaba porque le encontraba un propósito al viaje, pero además porque se producía una cadena de valor extendido. El viaje como una experiencia de valor para otros. Quizás eso era lo que había despertado y activado los engranajes de toda una comunidad. Eran estas abuelas y abuelos que no están los que lo habían logrado. Poner el viaje a disposición me gustaba porque en definitiva viajaba en comunidad. Porque veía las redes desde otra dimensión, una en la que desplegaba al máximo su potencial. Con La Ruta de las Bobes entendí el poder que tienen las redes: El de hacer real un viaje que solo me era imposible.

Son las tres de la mañana en Polonia y me llueven los mensajes. Emojis con lágrimas en los ojos de gente emocionada por el vivo. Cómo nos hiciste llorar, dicen. Levanto las stories en las que me arroban, en donde veo las cenas con el “del otro lado del vivo” en distintas casas de América Latina. Mientras lo hago me saltan notificaciones de WhatsApp. Los nietos de la bobe Sarah me mandan audios y yo los escucho mientras le doy el último sorbo a la lata de cerveza. Estoy agotado, mañana tengo un tren a la ciudad de Lodz y de ahí un viaje a Kalisz. Es el final del vivo. Terminó el show y yo corro el telón. Saco el celular del trípode, acomodo la mesa en su lugar. Cierro las aplicaciones, silencio notificaciones. Me cepillo los dientes y apago la luz del living del departamento de la calle Granedierów. Son las tres de la mañana y, ahora sí, todo Varsovia queda a oscuras.