La web que no hicimos

Marcelo Rinesi

 
 
 

Internet es una casa embrujada. Es nuestra oficina, plaza pública, cine, shopping, sala de juegos, casino, lugar para conocer gente, comité político y otras mil cosas más. Cada año algunas de las más grandes fortunas del mundo son apostadas, ganadas y perdidas en el intento de construir en ese espacio nuevos pisos, a veces nuevos universos. Pero en sus cimientos –tanto históricos como técnicos– está el cuerpo de una idea trunca: la World Wide Web no fue pensada para ser lo que es.

Como toda historia gótica, tiene su secreto olvidado, aunque no sin un costo. Recordar esta intención fallida, ver el fantasma de la Internet que no construimos, es una forma de entender los problemas de la que sí construimos, saber que no fueron inevitables, y que por tanto tal vez no son irreparables.

Mi viaje al pasado será lo más rápido y directo posible. El objetivo no es nostálgico sino forense, y si está leyendo esto probablemente conoce los detalles técnicos, pero tal vez nunca consideró su significado.

Todo lo que un navegador muestra está escrito en el HyperText Markup Language (HTML), y llega al navegador a través del HyperText Transfer Protocol (http): la World Wide Web comenzó técnicamente en 1991, cuando Tim Berners-Lee desarrolló ambas tecnologías, y las primeras páginas web inmediatamente después. El resto es historia, pero no la historia que Berners-Lee tenía en mente.

Las palabras clave son HyperText Markup Language e HyperText Transfer Protocol: la base tecnológica de la web –lo que la diferencia de Internet como infraestructura general de comunicaciones– es que fue construida para escribir y transferir hipertextos. El concepto de hipertexto es cada año menos relevante para nuestra experiencia con Internet; solo queda el remanente de “hacer clic en un link”, algo que prácticamente cada sitio y cada aplicación buscan volver innecesario –y hacen todo lo posible para que así sea–.

Empecemos por lo que convoca a este libro, el dominio. Nos suena extraño ahora, pero el genio del concepto estuvo siempre en que no es un lugar sino parte de un nombre: dominio.ar –por ejemplo– no es, para el esqueleto técnico de Internet, un “sitio virtual” –un espacio con contenidos organizados de manera fija y detallada–. Es simplemente el nombre de un servicio al que podemos pedirle recursos (textos, imágenes, datos), pero que no nos impone ninguna obligación sobre cómo lo usamos o en combinación con qué otros recursos lo hacemos.

En otras palabras, la clave técnica y filosófica de Internet es que una foto no “está en una página”: la foto tiene un nombre propio (Uniform Resource Locator, URL) que podemos usar para obtenerla y mostrarla, al menos en teoría, en cualquier combinación que queramos con cualquier otro recurso que queramos. Si estamos acostumbrados a pensar en Internet como una colección de productos complejos a los que accedemos y no como ensamblados efímeros que nuestras computadoras construyen sobre la marcha –con toda la flexibilidad que esto implica–, esta es una limitación (accidental o impuesta) nuestra, no de la tecnología.

El Domain Name System (DNS) jamás estuvo pensado para ser una lista de empresas e instituciones; es la brillante solución a parte del problema de crear un sistema extensible para darle nombres a todas las cosas, a cada párrafo de cada página de cada libro, sin tener que definir un imposible índice universal de categorías. Nombrar no para mantener cosas juntas sino para permitir que sean mencionadas en diferentes combinaciones.

Carecemos de un ejemplo contemporáneo de un hipertexto en el sentido completo del concepto, y aunque podría hacer referencia al trabajo de Ted Nelson, quien en la década de 1960 acuñó el término como lo conocemos, esto le daría el rol de historia, cuando lo que quiero hacer es mostrarlo como un fantasma: no algo terminado y muerto sino algo empezado e interrumpido, pero todavía presente.

Para describirlo, entonces, visualice todo lo que está en Internet: todos los artículos, todas las fotos, todos los videos, todos los comentarios, los libros, las noticias, los anuncios oficiales, los mapas, los formularios.

Ahora imagine que los sitios no importan. Que un artículo en un diario es indistinguible para Internet de un artículo en otro diario, que no importa si algo es un comentario en Facebook o en TikTok. Y si los sitios no importan, quítele en el ojo de su mente las publicidades, los colores, el tamaño del texto, incluso la diferencia entre comentario y posteo, entre página de Wikipedia y página de un libro. ¿Qué es un comentario sino un texto que tomamos como una reacción a otro texto, otra imagen, u otra cosa? Quédese con las palabras y las imágenes, separadas de su lugar en la pantalla y del servidor donde puedan estar.

Quédese con las relaciones entre textos e imágenes. Un comentario es un comentario de algo, una foto tiene relaciones con otras fotos, con otros textos, y viceversa. Textos, imágenes, videos tienen cada uno su nombre propio, y cualquiera puede declarar su relación con cualquier otra cosa.

Estructura es lo que le falta a este espacio de textos, imágenes, datos, videos que no están en ningún sitio ni tienen ningún formato. Imagine, finalmente, que la estructura se la pone usted, en todo momento, sin límites más que su interés y tiempo.

  • En segundos, a pedido, su navegador le muestra todas las cosas recientes, textos o fotos, de un primo que está de vacaciones. No “lo sigue en Instagram” (¿qué es Instagram?) sino que pide lo que quiere: lo que haya puesto en Internet recientemente. No hay mucho y está cansado, así que aumenta el tamaño del texto y amplía los márgenes; no entiende por qué su colega en el trabajo prefiere exactamente la misma información en formatos compactos y organizados no por autor o tiempo sino por lugar, pero ninguna opción es más dificultosa que la otra.
  • Una de las nuevas cosas que aparecen es una descripción de una estatua que le gustó mucho. Hay una anécdota familiar detrás de eso, así que usted escribe una broma y lo asocia como comentario a ese texto. Su primo lo verá si revisa, como hace regularmente, todo lo escrito por sus familiares como comentario a algo de alguien más en la familia.
  • Asociada a ese texto hay una foto. Asociado a esa foto hay un lugar, y de forma instintiva pide al navegador que le muestre todas las otras fotos de ese lugar a las que tenga acceso. Pasa media hora mirándolas. Algunas le parecen hermosas, y las agrega a una lista que mantiene con fotos interesantes (dos o tres amigos han pedido a sus navegadores que les avisen cada vez que algo es agregado a esa lista). También pide al navegador que arme una lista con todas las fotos de ese fotógrafo, y al ver que muchas de ellas son de temas que no le interesan, que las limite a las que sean de esa ciudad.

Nada de esto toma lugar en un “sitio”. Su experiencia no está organizada como una lista fija de fragmentos rígidamente relacionados entre sí donde lo que ve y lo que no ve está programado por alguien más, desde el orden de los textos hasta el formato de la página. Es, simplemente, la información que quiere con la organización que quiere para ese momento específico.

Esta es la versión incluso más simplificada y poco flexible de la idea de hipertexto: no páginas fijas con links entre ellas, no hilos de comentarios bajo secuencias de posteos, sino información en estado puro, nada más que el contenido y todo lo que lo une a otro contenido, sin una forma específica, porque esa forma la pone quien lo está usando para sus fines en ese momento, cambiando cada minuto mientras cambia y extiende el hipertexto en sí.

No es una máquina tragamonedas de posteos, sino, en orígenes incluso anteriores a la palabra en sí, una máquina para pensar, donde “personalización” no se limita a elegir cuentas a seguir y uno de tres esquemas de colores, sino flexibilidad infinita sobre qué ver y cómo organizarlo.

Esto es lo que Berners-Lee quería construir: una versión simplificada del sueño de Ted Nelson, de Vannevar Bush y de muchos otros. Puso los cimientos técnicos, y estos crecieron rápidamente en otras direcciones. Esto era probablemente inevitable, toda tragedia lo es. Una Internet basada en hipertextos y no en apps es una Internet infinitamente menos rentable y, tal vez, infinitamente menos adictiva. Posiblemente igual hubiese terminado donde estamos.

Pero el costo de lo que construimos es más claro al compararlo con lo que intentamos construir. ¿Cómo hacer tóxica una Internet donde se elige exactamente qué se quiere ver y de quién? ¿Cómo inundar a alguien que tiene control sobre lo que ve? ¿Cómo forzar a alguien a pasar horas revisando un sitio cuando puede seguir su interés personal con igual facilidad? ¿Qué oligopolios puede haber cuando “dónde” está una foto o se inscribe una frase es enteramente irrelevante en relación a cómo se la puede usar? ¿Cuánto más rápido aprenderíamos, cuánto mejor veríamos el mundo, si en vez de ir a sitios y buscar en páginas tuviésemos la posibilidad y el hábito de simplemente ensamblar información –de escribir en el aire el texto perfecto y dejarlo abierto para la siguiente persona–?

Nada de eso es técnicamente imposible: la intención y la posibilidad están en el nombre mismo de las tecnologías con las que se construyó la web. Podemos entender por qué no se construyó sobre estos lineamientos, podemos aceptar que lo que sí sucedió permitió darle la escala y riqueza que tiene, pero también podemos recordar, exigir y aprender.

Si en Internet es infinitamente más fácil leer, mirar y comentar que organizar información –si hay una diferencia entre navegar y escribir, y hacer una página y un posteo son cosas totalmente diferentes sobre las que tenemos diversas formas de control (que a veces es casi nulo)–, ese es el resultado de la historia, no de la tecnología.

Aún hoy se puede construir algo diferente. La flexibilidad todavía existe, cualquier cosa imaginable es construible, incluso los proyectos inconclusos de los fundadores técnicos e intelectuales de Internet. No todo es rentable, no toda idea se puede escalar a una empresa multimillonaria –incluso Wikipedia, lo más cercano a la idea original de Internet y uno de los sitios más exitosos que existen, depende de donaciones–, pero no todo en Internet necesita ser rentable o escalable. La web no fue pensada técnicamente para que empresas gigantes acaparen información y la muestren con la forma y organización que elijan, sino para que cada persona u organización en el mundo pueda crear lo que quiera, eligiendo el grado de acceso que quiere ofrecer a otros, y que todo se pueda reutilizar y reorganizar con las herramientas y la intención, no de quien lo creó sino de quien lo usa.

Algunas de estas formas existen todavía, y otras más nuevas y flexibles (o formas antiguas recreadas) pueden existir. Los cimientos todavía están, y recordamos la idea original. Por ahora.

En las redes sociales las historias son lineales, sin fin pero sin cambios. La historia de Internet es un hipertexto, y la forma y los usos que tenga no dependen de nadie más que de nosotros.