En la cárcel no hay helado

Lucía Cholakian Herrera

 
 
 

La pandemia trajo horror y tragedia, pero también volantazos normativos. En poco tiempo las estructuras tradicionales del trabajo, las universidades, los comercios y la producción se adaptaron a las restricciones. En las cárceles también. Y para algunos presos el acceso a Internet fue un cambio rotundo en las reglas del juego.

Agustín está adentro hace mucho, más de diez años. Es diciembre de 2020 y hace calor. Como cada noche, llama a su hija por videollamada. No se conocen fuera de la cárcel. Cuando ella atiende, lista para tomar un helado mientras charlan, queda atónita: Agustín sostiene un pote propio, de telgopor y todo, igual al de la nena. Ya no tiene que imaginar los sabores que pediría si no estuviera preso en Batán, ya no tienen que jugar a describirse gustos que no están. Esta vez su papá está tomando un helado en la videollamada, como ella.

Los celulares en la Unidad 15 de Batán, en Mar del Plata, se legalizaron con un fallo del juez Violini, de la Cámara de Casación Bonaerense, luego de que el decreto que disponía la cuarentena frenara la posibilidad de ingresos y egresos en las cárceles. La pandemia se había llevado puestas las visitas, las salidas para trabajar, la entrada de docentes para los programas educativos y la llegada de bienes por parte de las familias de los presos. La sensación de encierro que sentimos las personas del mundo de afuera se multiplicó para las personas que ya estaban adentro. En este contexto, fueron pocas, además de la de Buenos Aires, las jurisdicciones que permitieron que los presos recibieran teléfonos para usar en sus celdas: Mendoza, Chubut y Tucumán. El resto sufrió el solapamiento de aislamientos, dejó de recibir visitas y estudió con cuadernillos.

En marzo de 2020 los teléfonos no eran algo nuevo en las cárceles, su legalidad sí. Hasta entonces, los celulares habían circulado solamente por manos de quienes podían acceder a ellos, generalmente en un mercado negro que exponía a las personas presas a riesgos y violencia. Claudia Cesaroni, abogada defensora, explicó que “los defensores recibimos llamadas desde teléfonos celulares ilegales. Pero son una fuente de discriminación, corrupción y violencia”. El decreto permitió que todos pudieran acceder. Su masificación, opina Cesaroni, permitió disminuir el malestar y la incomodidad.

En el caso de quienes no tenían celulares ilegales, el acceso a la comunicación era muy limitado, una restricción casi impensable para el siglo XXI: en la Unidad 47 de San Martín, por ejemplo, los teléfonos fijos rotaban por las celdas con un promedio de cinco minutos de uso diario. Minutos que podían perderse fácilmente en intentar dar con alguien y que saltara el contestador. “Yo le prestaba a mis compañeras”, me contó Paola desde la Unidad. “Una tenía diez hijos, imaginate: saludarlos a todos en tan poco tiempo.”

En cárceles como Batán, los cambios que llevaron a que Agustín pudiera tomar su helado transformaron la vida de las personas privadas de su libertad.

Xavier Aguirreal me llama por WhatsApp un lunes a la mañana para contarme esta historia. Se lo escucha muy ocupado. Mientras charlamos le hablan compañeros, le hacen preguntas, va saludando a quien se cruza con él. Es el fundador del Taller Solidario Liberté, un espacio autogestivo que nació en 2014. Entre muchas cosas que hacen allí, este año lanzaron su segunda diplomatura,1 con una jornada inaugural encabezada por Raúl Zaffaroni. Calculaban que se anotarían unas trescientas personas, pero superaron las cuatro mil inscripciones. Ahora están trabajando para montar la radio “Aires de Liberté”, íntegramente gestionada por presos. Todos pusieron plata, compraron los equipos, gestionaron el dominio para transmitir on line. “La radio es nuestra, y si alguien quiere atropellar nuestros derechos, lo vamos a decir al aire”, dice.

Él fue testigo de decenas de historias a partir de la entrada de los teléfonos. La de Agustín es una de sus favoritas. “Se sumaron dos cosas: que podía hablar por videollamada y que le pudimos vender el helado”, dice Xavier. Por “nosotros” se refiere al almacén cooperativo que creó Liberté en 2020. Con los celulares pudieron armar un negocio que hace red con proveedores locales (bajo un régimen de “proveedores seguros” avalados por el sistema penitenciario, conocidos en la zona), un sistema de cobros virtuales accesible para todos los presos y la gestión bancaria virtual a través del home banking para manejar las cuentas. Antes, cuando el almacén todavía era un proyecto, a Xavier no le atendían el teléfono porque tenía que usar los de la cárcel. “En el banco escuchaban que la llamada venía de un penal y cortaban”, recuerda.

No bajaron los brazos. Tener su propio almacén no solo les permite crear fuentes de trabajo, sino que dignifica detalles de la vida cotidiana, como el acceso a productos enteros, en sus paquetes. En la cárcel las cosas que traen las visitas siempre llegan rotas, revisadas: la yerba en bolsas, el puré de tomate en tuppers, los pollos destrozados. Pero el sistema del almacén permite que los presos compren cosas en sus paquetes originales. Internet también los ayudó a facilitar los pagos, para los que aprovechan la emergencia de las billeteras virtuales. “Usamos Mercado Pago y pagan de forma directa. También hicimos un convenio con Pago Fácil y las familias les pueden depositar dinero. Si un preso tiene un familiar en otra provincia, ahora esta familia puede ir a un Pago Fácil y al otro día el preso tiene dos mil pesos para gastar en el almacén”, cuenta Xavier.

Y así fue como llegó el helado. El almacén empezó a venderlo en potes de telgopor de un cuarto, medio y un kilo. Cuando Agustín se acercó ese día a comprar, se alegró al ver el envase. “Lo voy a comer a la noche”, le dijo a sus compañeros. Les contó la historia: todas las noches hablaba por videollamada con su hija, ella tomaba un helado y le describía los sabores. Él, en su celda, fingía tomar un helado también. Inventaba los sabores. Recreaban una salida normal entre un padre y una hija en una noche calurosa de verano. Cuando Agustín le adelantó por mensaje que ese día él también tomaría un helado de verdad, la nena no le creyó. En la cárcel no hay helado.

En el sistema penitenciario bonaerense hay 50.565 personas detenidas, a pesar de que haya lugar para menos de la mitad. La sobrepoblación supera el 110%. De esas personas, solo unas 22.000 tienen condena. El resto solo procesamiento. Es decir, en menos de la mitad de los casos de las personas que están privadas de su libertad en la provincia de Buenos Aires se confirmó el delito.

Las personas presas, todas ellas, independientemente de su situación procesal, son portadoras de derechos. La cárcel es el castigo por un delito que pagan con su libertad ambulatoria. Los derechos humanos, sin embargo, les corresponden: a la educación, al trabajo, al acceso a la información, al mantenimiento de sus vínculos familiares. Ese fue el fundamento que motivó que se legalizaran los teléfonos en algunos penales, una medida que, a nivel regional, solo se implementó en la Argentina.

Según el fallo del juez Violini, en el marco de la cuarentena, los internos estaban:

impedidos de establecer contacto con sus familiares, lo que importa tanto como decir que se encuentran imposibilitados de saber lo más elemental, esto es, si sus familiares se encuentran resguardados y a salvo, enfermos, internados o incluso en fase crítica (situación que vale también respecto de los familiares, en cuanto a la situación médica de los detenidos) […] la sanción en la posesión de teléfonos celulares también implicará un cercenamiento absoluto de la posibilidad de continuar los estudios que estén en curso mediante plataformas virtuales, en contravención con el fin resocializador de las penas, y la imposibilidad de acceso y contacto con los operadores judiciales, especialmente con los defensores, lo que podría llevar a una clara denegación de justicia.

El protocolo que se estableció para el uso de los teléfonos autorizados consistió en regular su uso dentro de las celdas. Los presos y las presas que recibieron dispositivos tuvieron que registrarlos, disminuyendo las chances de que cualquier uso para delinquir pasara desapercibido.

Los decretos que establecieron restricciones para hacer frente a la pandemia fueron cambiando, pero las medidas restrictivas se mantuvieron durante gran parte de 2020. De hecho, en noviembre de ese año se desataron motines en múltiples penales en protesta por la continuidad de la prohibición de visitas. Para noviembre los bares estaban habilitados, pero los presos todavía no podían recibir a sus familiares en los penales. Los motines derivaron en disturbios donde se identificaron, según la Comisión Provincial por la Memoria, más de quinientos heridos. Los teléfonos celulares sirvieron como un canal de comunicación para que los presos pudieran denunciar en vivo la violencia institucional que estaban sufriendo. WhatsApp, vivos de Facebook e Instagram y YouTube funcionaron como plataformas para hacer visibles los ataques. Desde la Unidad 47 de San Martín, Paola me dijo que en el motín pasó lo que las autoridades temían: que se mostrara hacia afuera lo que pasaba en el establecimiento. “Se vio todo porque los usamos para transmitir cosas que no querían que mostráramos”, dijo.

Muchos medios aprovecharon la legalización para despacharse: el discurso punitivo, a pesar de haber estado en mayor cuestionamiento en los últimos años, monopoliza los argumentos cuando se trata de hablar sobre la cárcel. La premisa, generalmente, consiste en pensar que los presos no merecen ningún derecho, ya que el haber cometido un delito en el pasado los condena a convivir con el delito in aeternum. Sin embargo, en la Argentina, como en gran parte de América Latina, la tasa de reincidencia está ubicada en un 30%. Este porcentaje se asigna a la tasa de rotación (de entrada y salida de las cárceles) y a la ausencia de mecanismos de reinserción social. Lejos de estar facilitada por la garantía de sus derechos, la reinserción suele darse en el ámbito en el que estos no se cumplen.

“El gran resultado es que se cayeron los mitos”, dice Xavier. “Que iba a haber más secuestros extorsivos, más peleas por los teléfonos, hurtos, fugas.” Los prejuicios que regían prohibición de teléfonos (que todavía afecta a dos tercios de los presos en la Argentina) no se cumplieron, y los celulares no aumentaron el delito dentro de las cárceles. Y a pesar de que la cuarentena ya no esté vigente, la legalización continúa en las jurisdicciones que la implementaron en 2020. Con el tiempo se sumaron otras, como Chaco y Salta.

En el caso de Chaco, el Comité Provincial para la Prevención de la Tortura elaboró un documento donde recomienda la autorización de celulares, ya no en el marco de la pandemia, sino “como una herramienta autónoma e independiente, que posibilite a las personas privadas de libertad el acceso a otros derechos fundamentales en miras a la reinserción social”. Y una de las comunicaciones gubernamentales que argumentó a favor de la medida de legalización de teléfonos apuntó que estas políticas disminuyen los conflictos, fortalecen lazos positivos para la reintegración social, optimizan el cumplimiento de objetivos académicos y permiten denunciar tratos prohibidos dentro de los penales, entre otros.

Con estos gestos y la permanencia de la habilitación en los penales, todo indicaría que en algunos lugares se trata de un derecho ganado. Los defensores argumentan que sería inviable quitárselos a los presos, y los presos aseguran que una medida así solo llevaría al caos. Contrario a lo que circuló en redes y en los medios, los teléfonos ayudaron a apaciguar las cosas puertas adentro: en medio de una pandemia, aisladas y aislados doblemente, los y las presas pudieron integrarse en espacios de los que estaban excluidos. El conflicto, en palabras de las mujeres que viven en la Unidad 47, disminuyó.

Xavier llama al mundo de afuera “el mundo libre” y asegura que el teléfono ayudó a transparentar el muro que separa a quienes están presos de aquella libertad. El opaco de la cárcel es intenso y el acceso a Internet, además de garantizar derechos, devuelve un reflejo del mundo. No es la libertad, pero algo de eso tiene.