El fantasma de las fake news

Natalia Aruguete

Un fantasma recorre el mundo: el fantasma de las fake news. El temor no sorprende. De un tiempo a esta parte, la propagación de falsedades ha vulnerado aún más la estabilidad institucional de las democracias. Incluyo aquí la información espuria que no tiene intencionalidad política como aquella que es “weaponizada” –utilizada como arma para producir daño–, dado que sus efectos son igualmente dañinos. Me refiero a este fenómeno según la definición de Wardle y Derakhshan (2017), quienes enfatizan la intencionalidad política de las operaciones de fake news y las distinguen de aquellas noticias que no son validadas o devienen falsedades producto de errores involuntarios [false news].

Las estrategias de desinformación no son un fenómeno aislado, y tienen mayor asidero en escenarios polarizados. Tal polarización se manifiesta en nuestra percepción de aquello que nos aleja del otro. En algunos países, actores políticos de peso han sido los principales promotores de contenidos falsos con un propósito desestabilizador, con Donald Trump y Jair Bolsonaro a la cabeza. En otras sociedades, en cambio, la respuesta frente a las desinformaciones circuladas en medios digitales y en redes virtuales fue consensuada, transversal y colectiva. En particular, en tiempos de pandemia.

Uno se pregunta si, en la actual crisis sanitaria, los daños alrededor de estas falacias han sido más o menos gravosos que aquellos generados en campañas electorales, escenarios destituyentes o crisis políticas generalizadas. No creo que haya una respuesta concluyente. En principio, porque un número importante de desinformaciones no ha resultado de operaciones intencionales con objetivos político-electorales sino de actividades impulsadas por grupos intensos, a menudo ubicados en la periferia de la política, tales como celebrities médicas o colectivos anti-vacuna y anti-cuarentena. Pero al mismo tiempo, la convergencia de tergiversaciones y mentiras deliberadas sobre temas clínicos y de conflictos políticos profundos se ha vuelto un combo explosivo en el marco de la pandemia, por sus implicancias sanitarias. En particular, cuando la demanda social de contar con mayores certezas sobre el virus incentivó la proliferación de publicaciones con información incompleta, errónea o falsa, que compitieron con las recomendaciones de las autoridades sanitarias nacionales e internacionales. Cuando el coronavirus empezó a expandirse en todos los continentes, Max Fisher explicó en The New York Times: “los rumores de curas secretas –cloro diluido, apagar los dispositivos electrónicos, comer bananas– prometen […] protección contra una amenaza a la que ni siquiera los líderes mundiales pueden escapar”. Tiempo después, las especulaciones alrededor de los efectos de las vacunas, así como sobre sus composiciones, aumentaron a paso redoblado el cinismo imperante en la ciudadanía.

Con todo, las redes sociales han sido un vector central de la crisis pública desatada por la difusión de noticias falsas referidas a la COVID-19, con efectos irreversibles sobre la ya erosionada confianza en las instituciones. Sobre la coexistencia precipitada de estos fenómenos me propongo reflexionar en este texto, atendiendo a la sensibilidad y vulnerabilidad del contexto pos-pandémico que transitamos.

Polarización afectiva y violencia virtual

La personalización y la distribución de mensajes resonantes son el ADN de las redes sociales. La exaltación editorialista, por su parte, se presenta como la única vía de supervivencia de medios que temen caer en crisis financieras endémicas. Pero ni los algoritmos ni las celebrities mediáticas explican por sí solos las divisiones identitarias, que los anteceden (Zuazo y Aruguete, 2021).

Entre sus rasgos principales, la polarización tiende a una suerte de realineamiento según el cual las divisiones político-partidarias coinciden con distancias en el nivel social, religioso y racial, entre otros. Una mirada atenta de los enfoques que estudian la polarización nos permitirá comprender por qué la preocupación y el estudio de la polarización afectiva se han extendido tanto en la actualidad.

La perspectiva expresiva y la instrumental compiten desde hace décadas por dar explicaciones globales sobre las identidades partidarias y el compromiso político. Según el enfoque instrumental, existe una agenda ideológica basada en temas sólidos alrededor de los cuales políticos y ciudadanos expresan diferencias de forma clara y precisa. Vista desde esta perspectiva, la identidad partidaria engloba los intereses, la ideología y las preferencias de los ciudadanos por los asuntos de interés (Fiorina, 1981; Franklin y Jackson, 1983). El enfoque expresivo, en cambio, entiende que los vínculos partidistas no siguen la evolución de temas de agenda duros, sino que se han independizado de las prioridades económicas y políticas de corto plazo. Esta perspectiva ganó protagonismo en el campo académico y dio lugar a una línea de investigación más reciente, denominada “polarización afectiva” (Iyengar et al., 2019; Mason, 2018). A diferencia de la polarización ideológica, la afectiva observa la temperatura –la distancia en gusto, odio, asco o alegría– que los votantes declaran sentir hacia los partidos opuestos ante un mensaje político (Webster y Abramowitz, 2017).

En la misma línea, resulta elocuente la disparidad entre la polarización temática [issue position polarization] y la polarización social o conductual [social or behavioral polarization], propuesta por Liliana Mason (2018). La primera distingue las preferencias políticas basadas en la evaluación y el posicionamiento de las personas alrededor de una agenda de temas. En la segunda, el sesgo emocional explica la distancia entre grupos contrapuestos. Es así que la polarización social da cuenta de la inclinación de la ciudadanía –en particular, aquellas personas con posiciones identitarias más extremas– a mirar a los miembros del grupo contrario de manera estereotipada, prejuiciosa y emocional, independientemente de los acuerdos o desacuerdos existentes alrededor de las ofertas programáticas o temas de agenda. Esta perspectiva entiende, además, que la hostilidad hacia el grupo externo se ha profundizado aunque los ciudadanos expresen discrepancias moderadas en sus evaluaciones de políticas públicas.

Para Druckman y sus colegas, tal independencia entre estas dos vertientes de la polarización no se da naturalmente. Estos autores critican que la polarización afectiva se haya enfocado en ramificaciones apolíticas y, en el mejor de los casos, en sus implicancias en el comportamiento social (las relaciones familiares, los colegas de trabajo y las elecciones matrimoniales). Poco se indagó sobre la relación entre la polarización afectiva y las posiciones de los individuos alrededor de los temas. En su estudio sobre la COVID-19, arribaron a resultados mixtos: por un lado, una fuerte asociación entre la animosidad interpartidaria y las respuestas sanitarias. Por otro, un efecto de “factores del mundo real” en las posiciones de los ciudadanos y, como contrapartida, un límite a la incidencia del razonamiento motivado con sesgo partidario en tales respuestas (Druckman et al., 2021). El concepto “razonamiento motivado” (Kunda, 1990) se refiere al mecanismo cognitivo según el cual tendemos a aceptar evidencia que sostiene nuestra posición y a descartar aquella que la contradice; se trata de recorrer el camino cognitivo más corto para llegar a un resultado que se ajuste a creencias y prejuicios propios.

Las reacciones que observamos en redes sociales (compartir, responder, gustar o, incluso, ignorar mensajes) no responden solamente a un alineamiento cognitivo después de interpretar un evento lógicamente. Son, ante todo, una defensa de nuestras convicciones frente a los objetivos comunicacionales del otro. Más allá de las disquisiciones exhaustivas, la información política nos hermana, nos brinda un marco de contención en el plano afectivo, además del ideológico (Calvo y Aruguete, 2020). La reacción afectiva de los usuarios hacia los mensajes no es muy distinta cuando observan información que ha sido verificada que si comparten contenidos falsos.

Pandemia y desinformación

La pandemia estuvo plagada de falsedades, que se diferencian en contenido e intencionalidad política. Dos grandes etapas marcaron el signo de la circulación de información. La primera se caracterizó por la necesidad subjetiva de completar vacíos en la información con presunciones –y, en ocasiones, con prejuicios– y así suplir la perplejidad de los momentos iniciales. La segunda, signada por la creciente polarización política e identitaria, fue dando forma a una comprensión dicotómica y facciosa de los eventos sanitarios, políticos y socioeconómicos, con el consecuente aumento de los niveles de intolerancia e incivilidad política, expresadas en violencias y discursos de odio.

El exceso de información sucia, inespecífica, desordenada, excesiva y en permanente cambio –cuya etiqueta “infodemia” resulta insuficiente (Waisbord, 2022)– dividió aguas. Por un lado, consolidó y hasta aumentó la distancia entre actores políticos cuando las narrativas se enfocaron en la política pública y el grado de responsabilidad de las autoridades en la proliferación del virus. Por el otro, la respuesta política frente a las desinformaciones sobre asuntos clínicos fue colectiva y tuvo altos niveles de consenso. En la vereda contraria, los intentos por inmiscuirse en tergiversaciones que mezclaran la efectividad de las vacunas con especulaciones geopolíticas tuvieron poco engagement y, en algunas sociedades, no perduraron.

En el libro Fake news, trolls y otros encantos (Calvo y Aruguete, 2020) relacionamos la eficacia de las estrategias de desinformación con la ruptura de los consensos cognitivo, político y ciudadano. La ruptura del consenso cognitivo se expresa en el razonamiento motivado, aquel que nos invita a aceptar evidencia acorde con nuestras concepciones y a descartar todo lo que no coincida con lo que queremos probar. La ruptura del consenso político busca provocar una respuesta o producir un efecto político. Cuando se ejerce violencia discursiva, el objetivo no es tanto informar como generar un daño en el oponente o aumentar la visibilidad de ciertos temas sobre los cuales se posee una ventaja comparativa. Finalmente, cuando se rompe el consenso ciudadano las narrativas políticas se balcanizan hasta decantar en las antípodas. Aquí es donde la polarización afectiva juega un papel fundamental: lo que nos aleja de otros partidos y de sus dirigentes, por caso, no depende exclusivamente de acuerdos o desacuerdos racionales con sus propuestas; se manifiesta en las emociones que despiertan en nosotros los discursos políticos.

¿Cómo se crean las fake news? ¿Quiénes y por qué las viralizan? ¿Cuán efectivas son en el diálogo político virtual? La motivación direccionada, propia del razonamiento motivado, impulsa a las personas a procesar información que protege sus identidades preexistentes y generar un compromiso cognitivo considerablemente mayor que las refutaciones a tales creencias. El razonamiento motivado y las emociones que despiertan ciertas narrativas suelen ser dominantes en el ámbito político, en general, y en la generación, aceptación y propagación de fake news, en particular. La motivación direccionada es un recurso cognitivo potente que ocluye la búsqueda de información exhaustiva y genera resistencias cuando la verificación de información falsa refuta nuestras percepciones de los asuntos.

Durante los momentos álgidos de propagación del virus, cuando la respuesta sanitaria se enfocó en las restricciones a la circulación, las estrategias de desinformación contaron con un contexto favorable. Dos interpretaciones contrapuestas, circuladas de manera consistente en distintas plataformas mediáticas, encuadraron las decisiones políticas de los gobiernos. De este lado de la “grieta” se las definió como un esfuerzo para proteger a la población. Del otro, como una restricción a la libertad individual (McLeod, 2022). Tales niveles de polarización social no solo se tradujeron en sentimientos de riesgo disímiles acordes con identidades partidarias –riesgo sanitario versus riesgo económico– sino que, además, erosionaron la confianza depositada en la campaña de vacunación como solución para reducir la propagación del virus, insuflada por grupos extremistas alineados con los anti-vacunas.

De allí que las actividades impulsadas por las organizaciones verificadoras y otro tipo de instituciones hayan sido nodales, tanto para disminuir la difusión de falsedades como para aumentar la circulación de información sanitaria consensuada por autoridades sanitarias y asociaciones profesionales. Se trata de un esfuerzo muy cuesta arriba, por varios motivos. En primer lugar, porque la acción de fact checking no se orienta solo al contenido falso. Es, además, un mensaje dirigido al interlocutor, a quien se le “advierte” que hizo algo erróneo, equivocado y éticamente reprobable. El hecho de “adjudicar” una calificación –“Verdadero” o “Falso”– que beneficia cognitivamente a un grupo de usuarios y damnifica a otro puede ocasionar costos reputacionales en el fact checker y menoscabar la credibilidad del acto de verificación. Ello permite entender las resistencias de muchos ciudadanos a la corrección, como falsa, de una narrativa que habrían percibido como verdadera, aceptable, plausible.

Estas resistencias a compartir el chequeo de datos se ponen más en evidencia en plataformas donde el lenguaje tóxico y el discurso intolerante se condicen con etiquetas que ciñen la complejidad de los mensajes. Twitter y Facebook son ejemplos ilustrativos, donde las desinformaciones y los mensajes falsos circulan más asiduamente por contar con estrategias de integración horizontal que buscan garantizar una propagación amplia. En definitiva, al igual que los mensajes que generan eventos políticos polarizantes, las intervenciones de verificación están atravesadas por el conflicto.

Bibliografía

Calvo, E. y Aruguete, N. (2020). Fake news, trolls y otros encantos: Cómo funcionan (para bien y para mal) las redes sociales. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.

Druckman, J.N., Klar, S., Krupnikov, Y., Levendusky, M. y Ryan, J.B. (2021). “Affective polarization, local contexts and public opinion in America”. Nature Human Behavior, 5(1), 28-38.

Fiorina, M.P. (1981). “Some problems in studying the effects of resource allocation in congressional elections”. American Journal of Political Science, 543-567.

Franklin, C.H. y Jackson, J.E. (1983). “The dynamics of party identification”. American Political Science Review, 77(4), 957-973.

Iyengar, S., Lelkes, Y., Levendusky, M., Malhotra, N. y Westwood, S.J. (2019). “The origins and consequences of affective polarization in the United States”. Annual Review of Political Science, 22, 129-146.

Kunda, Z. (1990). “The case for motivated reasoning”. Psychological Bulletin, 108(3), 480-498.

Mason, L (2018). Uncivil Agreement: How Politics Became Our Identity. Chicago: The University of Chicago Press.

McLeod, D.M. (2022). “La investigación sobre el Encuadre en el contexto de los sistemas mediáticos del siglo XXI”. En Muñiz, C. (coord.), Framing y política. Aportaciones empíricas desde Iberoamérica (pp. 29-55). Ciudad de México: Tirant Lo Blanch.

Waisbord, S. (2022). “Más que infodemia: Pandemia, posverdad y el peligro del irracionalismo”. InMediaciones De La Comunicación, 17(1), 31-53.

Wardle, C. y Derakhshan, H. (2017). “Information disorder: Toward an interdisciplinary framework for research and policy making”. Council of Europe27.

Webster, S.W. y Abramowitz, A.I. (2017). “The ideological foundations of affective polarization in the US electorate”. American Politics Research, 45(4), 621-647.

Zuazo, N. y Aruguete, N. (2021). “¿Polarización política o digital? Un ecosistema con todos los climas”. En I. Ramírez y L.A. Quevedo, Polarizados ¿Por qué preferimos la grieta? (aunque digamos lo contrario) (pp. 135-154). Buenos Aires: Capital Intelectual.