El duro oficio de escribir en la era de TikTok

Irina Sternik

 
 
 

Un papel pegado en los pasillos de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires decía: “Se busca redactor para revista de computación. Enviar CV a xxxx@hotmail.com”. No recuerdo con precisión el formato de ese aviso de la pobretona cartelera de la facultad de aquella sede de Parque Centenario. Le hubiera sacado una foto pero no existían los teléfonos inteligentes ni teníamos el hábito de fotografiar nuestros días. Tampoco tenía dirección de correo electrónico propio, usaba la de mi hermano: gsternik@retina.ar. En ese momento saber de computación era algo exclusivo de los mal llamados nerds. No existían prácticamente tutoriales y accedíamos a la información a través de la televisión, libros y revistas de computación, en general, en inglés. En mi caso, lo hice a través de la música. Mi conocimiento se limitaba a saber cómo armar un clon para poder trabajar con MIDI, un teclado con interfase hacia la placa de sonido y el Encore, el programa de música. Con eso fui a la entrevista y Fernando Casale, el jefe de redacción de la revista, me encomendó una nota de prueba. Si era publicada se pagaba. Una práctica poco extendida en el periodismo. Ese artículo finalmente salió en la revista, era una traducción y adaptación a nuestra jerga y llevó el título de “Las PCs más locas del mundo”. Igual que lo que yo acababa de hacer con mi flamante computadora, había en el mundo locos lindos que armaban máquinas con forma de pizzas y hamburguesas. También me contrataron, aunque no fue fácil enterarme, no teníamos celulares y el correo electrónico se chequeaba por dial up. En la facultad discutíamos semiótica pero de tecnología, al menos en los primeros años, ni hablar. Mi experiencia periodística había sido en una agencia de noticias con escasos recursos, trabajábamos en Radio Jai con cintas DATs y MiniDisc para cortar las entrevistas y no mucho más.

Empecé a trabajar en la revista USERS el 1º de mayo de 2000. Recuerdo que tuve que esperar veinte días porque la redacción se había inundado y aún no había computadoras disponibles. Me dieron una 486 con un viejo monitor con el tradicional protector de pantalla, Windows 95 y un mouse con bolita. El calendario editorial se pegaba en la pared. La suite colaborativa de trabajo era un Excel que no se podía compartir más allá de las copias impresas. Las notas las subíamos al server en Word. El software que usábamos era pirateado. Menciono todo esto porque recién allí comenzaban las campañas antipiratería, con amenazas de allanamiento, algo que quedó en el olvido con los años. Era la época de la venta de CD en las veredas y las consecuentes redadas de la calle Florida.

En ese entonces los periodistas guardábamos como tesoros las notas en papel. Las tengo en una carpeta azul y puedo hacer un recorrido por esos cinco años de experiencia en la MP Ediciones, como si fuera una pequeña radiografía de lo que pasaba con internet. De hecho, al poco tiempo de entrar, salió la revista Internet USERS, la novedad era la web. La primera nota de tapa fue “Hacete millonario en Internet” (en ese momento la escribíamos con mayúscula, aunque hoy ese uso está cambiando, la lengua es dinámica). Era el boom de las puntocom, que poco a poco empezaron a explotar por el aire. Y así como hoy sucede con el mundo bitcoin, creíamos que estábamos ante una nueva gallina de los huevos de oro, había varios eventos de presentaciones de empresas que no sobrevivían al pasar el año. Poco a poco el hardware acompañaba al software. En la sección “Laboratorio” había revisiones de productos. Hice la de la Palm Zire m105, un modelo minimalista, económico y en blanco y negro, pesaba 100 gramos y salía 99 dólares. La novedad era que se cargaba por USB. La guerra ahí era PDA versus Palm. Poco a poco llegaron los primeros teléfonos “multifunción”. Otra etapa: algunos traían cámaras de foto y los primeros teclados con letras encima de los números, antecesores de los qwerty. Corría el año 2003 y Sony había presentado un dispositivo con tecnología MMS, con posibilidad de enviar fotos, escuchar MP3 y hasta usar aplicaciones de contabilidad, navegador Opera y reproductor de video. De a poco, el SMS se convirtió en “la innovación”. Otra nota: “Revolución SMS”, un extenso artículo que explicaba cómo enviar mensajes desde páginas o el ICQ a un celular con un recuadro llamado “El extraño caso de una chica que tuvo que ser internada por su adicción al SMS”.

Hice mis primeros viajes de periodista para coberturas de lanzamientos de teléfonos, como el Nokia Serie N. Era la evolución de las agendas inteligentes, dispositivos pesados que poco a poco quedaban obsoletos. Mientras tanto, la editorial seguía sacando revistas: USERS MP3, la revolución de la música. Después llegó el turno de Dr Max, una revista tipo tutorial, de la que estaba a cargo. También venía con CD con trucos y tutoriales al por mayor. Hice un libro-revista sobre mensajeros comparando ICQ, Messenger, AIM, Trillan, Yahoo Messenger y Odigo. La tecnología GSM-GPRS era el futuro. Era la Argentina de la devaluación y los precios siempre se establecían en dólares. Los dispositivos iban de 150 a 400 dólares, aunque también había algunos de más de 1000.

Solo estuve cinco años en esa editorial y siento que allí ocurrió la primera revolución de internet. Mientras tanto, estalló la crisis de 2001, cayeron las Torres Gemelas, mataron a Kosteki y Santillán y en la redacción escuchábamos “El Parquímetro” de Fernando Peña. Otro hecho a destacar de esos años es que yo era la única mujer en el equipo de la revista y era un logro conseguir estar a cargo de alguna sección o publicación. Las mujeres tenían otro lugar en la redacción. Por ejemplo, mi foto carnet salía en la página del staff y algunos lectores pedían que fuera chica de tapa. ¿Qué pasaba con la tapa de la revista USERS? Las mujeres eran cosificadas. El machismo no solo se veía en títulos sin eufemismos –como “Soporte técnico” sobre la foto de una enfermera con poca ropa–, sino también en algunos editoriales, en la desigualdad salarial –ganaba menos que mis compañeros varones– y en el equipamiento de trabajo –me daban las computadoras más lentas–. Finalmente me fui.

Empecé a colaborar con otros medios, hice un blog en pleno boom de las bitácoras. Cuatro años después gané el premio MateAr por BuenosAiresLadoB. El galardón me lo entregó Claudio Regis, el gurú de “Dominio Digital”, pero como el blog no llevaba mi nombre fue una sorpresa el encuentro en el escenario: era una página de cultura que no tenía nada que ver con la tecnología. Porque allí radica otra de las grandes y bellas transformaciones de internet, los mundos se empezaban a fusionar. Todo estaba en la red. Época de oro de Napster primero y MySpace después, una gran red social que se fue camuflando con la proliferación de Facebook en la Argentina.

Llegó el año 2010 y gracias a un multimedios amateur –que creé con el blog con el que hice radio on line– y un canal de YouTube, me ofrecieron trabajar como columnista de redes sociales en la señal CN23. El paréntesis que corresponde hacer aquí es que, en 2010, las redes sociales eran incipientes. Con los teléfonos celulares todavía no se podía grabar un video y subir algo a YouTube requería una filmadora, un programa de edición y horas de carga.

De 2010 a 2020 pasó de todo. Se popularizaron las notebooks, comenzamos a usar banda ancha, pudimos acceder a teléfonos que tenían conexión a internet. Recuerdo cuánto pensé cada decisión de contratar esos servicios costosos, fibra óptica primero y luego un plan de datos telefónicos. Era un lujo, necesario para cualquier periodista. Durante mi estadía en el canal creé “Geekye”, un programa que salió al aire entre 2011 y 2016. Otros cinco años trascendentales. La gran diferencia es que el programa no era exclusivamente de tecnología, sino de cultura digital. Personalmente, entendí que todo estaba mediado por la tecnología y que se podía hacer periodismo. La idea no era solo hablar de gadgets sino de fenómenos culturales que nos atravesaban. Entrevisté músicos, artistas digitales, emprendedores, humoristas de stand up nerd, generadores de contenido. No existían los influencers. En Instagram solo se publicaban fotos, en YouTube te daban de baja los programas por derechos de autor y quedaba Vimeo. Snapchat estaba empezando a despegar. Twitter era el patio de la escuela secundaria. Éramos pocos y nos conocíamos mucho.

En 2016 el canal cambia de dueños y, en consecuencia, se termina la señal. En esa época el periodismo digital aún era un decir, la desinformación era incipiente, el SEO1 no comandaba los titulares, solo lo hacían –como de costumbre– las operaciones políticas. Los medios aún usaban Facebook y Twitter para compartir sus noticias. Página 12, por ejemplo, no tenía cuenta en redes. Fui parte de su lanzamiento en Twitter, una gran experiencia de interacción con el público, que duró poco. Animarse a dialogar con las audiencias era algo lejano. Los periodistas aún no daban la cara más allá de la televisión, la firma en papel o la radio.

En 2017 el periodista español Ismael Nafría publicó el libro La reinvención de The New York Times, algo que marca, a mi entender, el nacimiento del periodismo digital. Esa fusión de redacciones se empezó a dar en todo el mundo y aún hoy sigue sucediendo. En mi búsqueda de nuevos rumbos armé un nuevo canal de YouTube con una productora de youtubers llamada FAV. Tenían un estudio de TV, producían, editaban, todo llave en mano. Luego de un tiempo esa burbuja también se desintegró, pero las redes ya estaban en ebullición. Intuyendo esto tuve la suerte de ser becada por Google para hacer el posgrado de periodismo digital de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, donde terminé de entender lo que estaba pasando en el mundo periodístico. Había que reinventarse o morir. Como yo: ¿periodista de tecnología o de qué?

Corría el año 2018 y éramos muchos en la misma situación, había que aprender a contar noticias en redes. Facebook había cambiado el algoritmo y los medios estaban desesperados por la caída de las visitas. Como todo sucedía en las redes, había que saber contar. Y a eso me empecé a dedicar, a contar lo que hacían otros medios pioneros en el resto del mundo para publicar a través de la tecnología. Con mi amiga y colega Melisa Avolio comencé a dar capacitaciones sobre de redes sociales para medios y periodistas en Flacso y en OficiosyRedes, un emprendimiento personal. También, de innovación en medios, de la mano de un programa en el que aún trabajo, llamado #Redacciones5G –de Telecom–. Lo que en un principio se llamó periodismo transmedia se fue convirtiendo en la norma de la profesión. Pero en vez de tratarse de superproducciones en páginas pesadas y programadas se empezaron a abrir caminos más amigables. Y de pronto, el formato vertical tomó el mando, con AMP de Google y con las historias de Instagram, el ya fallecido IGTV y ahora TikTok, Shorts y reels.

El estado del arte hoy son los encuentros relacionados con comunidades de podcast, periodismo digital, móvil, SEO, y social media. El periodismo digital, en 2022, en vez de ser una burbuja que explota, es una que se achata pero que lucha por sobrevivir. Por un lado, los medios publican agendas paralelas de noticias en Instagram para tener engagement y todo se cuenta en historias. No importa si son ciertas, actuales o tienen autoría. Si bien hay grandes experiencias, también las hay mediocres. La desinformación y las noticias clickbait son moneda corriente.

Los cambios en las plataformas de contenido son cada vez más veloces. Que Elon Musk haya querido comprar Twitter habla del cambio de paradigma entre el poder y los dueños de los medios. Por otro lado, Facebook y Google ofrecen diferentes programas de subsidios para periodismo independiente y local, destinan fondos para potenciar a los medios que, como ellos, cambian todo el tiempo, las reglas del juego. Hay cada vez más una grieta entre los medios de comunicación tradicionales y los periodistas. La profesión, cada vez más precarizada, se vuelve poco sostenible con el tiempo; a pesar de que nunca antes hubo tantas herramientas disponibles para generar y monetizar contenido. Los más hábiles en redes pueden compensar la falta de reconocimiento en sus puestos tradicionales con acciones de influencers. Hay una serie de herramientas que permiten que el periodista pueda desarrollar su contenido sin depender de un tercero, tanto en formato newsletter, como en redes, podcast y video. Internet nos abrió la puerta para llegar a la audiencia, pero no es tarea fácil vivir de eso porque los algoritmos priorizan la visibilidad del contenido con sus reglas. Al fin y al cabo, al igual que los medios, las redes buscan el clickbait y la burbuja cada vez más chata prefiere la viralidad a la calidad.

Si en el pasado pensábamos en pirámide invertida periodística, ahora nos importan los tres segundos de atención que tiene un usuario al hacer scrolldown en las redes. No se trata solo de atraer a la audiencia sino de poder dejar de ser esclavos de los algoritmos. Las redes cambian, las burbujas explotan, lo que importa es el contenido. Pero este tiene que estar alojado en una web amigable y ser accesible a diferentes generaciones a través de sus plataformas. El desafío es no seguir bajando el nivel, dejar de publicar notas en modo desinformación y escuchar a la audiencia, así como aprender de las buenas prácticas de TikTok e Instragram en lo que a periodismo breve, conciso y explicativo se refiere.

No se trata de emitir comentarios de indignación sino de poder traducir lo que hoy llamamos historias en un pequeño video. El desafío es no sucumbir al algoritmo y apostar a las comunidades de internet, no las que se indignan en redes sino las que disfrutan de la buena información y enriquecen las historias.

1. SEO (u optimización en motores de búsqueda) es un conjunto de acciones orientadas a mejorar el posicionamiento de un sitio web en la lista de resultados de Google, Bing, u otros buscadores de internet.