Cuando los progresismos piden censura es que las derechas están ganando

Mariana Moyano

 
 

“Te tenés que ir un año completo a una isla y solo te podés llevar cinco discos y cinco libros, ¿qué te llevás?” ¿Cuántas veces jugamos a esto? ¿Cuántas veces durante el siglo XX jugamos a esto? El interrogante puede seguir siendo simpático pero contiene lo peor que puede pasarle al disparador de una charla: que más que respuesta pobre engendre la incomprensión del problema.

La pregunta pierde de vista nada menos que el siglo en que vivimos, un siglo que, como jamás en la historia de la humanidad, ha moldeado nuestros comportamientos y vida cotidiana desde los soportes de las corporaciones de la comunicación.

Ya no necesito hacer ningún listado de lo que quiero llevarme. Solo necesito mi teléfono y conexión a Internet.

Y en esa pequeña, sencilla, pavota eliminación de una pregunta que recorrió conversaciones privadas y públicas del siglo pasado vive el síntoma. Todavía hay personas con responsabilidad pública que más que no tener soluciones (lo que es claramente disculpable), no comprenden el problema.

Hay algo en lo analógico que ordena y que permite profundizar. Algo de lo que carece el modo digital. En el propio concepto de red está la idea de la no linealidad, de ventanas que abren para todos lados. Es decir, por definición, en el territorio digital es más difícil seguir el orden que nos proponían los siglos XIX y XX. Por eso, lo primero que se pone en tensión es el propio concepto de cómo se conoce. ¿Cuál es el orden del conocimiento? ¿Lo primero que me aparece en Google o lo último? ¿Cuál es el orden? El conocimiento al que se accede en Internet trae intrínseca la vulnerabilidad (a menos que posea los anticuerpos o la educación digital necesaria) de quien busca. En Google, desconocemos el porqué del orden en que nos aparecen los links; en Spotify perdemos capas sonoras al mismo tiempo que el algoritmo nos va construyendo, clic a clic, el hogar perfecto de nuestros sonidos predilectos; en el Kindle, además de perder el tacto con el papel, se despersonaliza el gesto de pasar de página. No, no estoy siendo apocalíptica. Solo creo que se vuelve necesaria, cuando no urgente, una pregunta profunda por el modo nuevo, generalizado y poco pensado de las formas de conocer de hoy.

Nativos digitales y anfibios tenemos ahí nuestra primera estación de disputa.

El paradigma cambió. Para empezar, el emisor ya no es uno; hay tanta cantidad de emisores como usuarios y receptores. Se rompió el esquema de la comunicación que nos acompañó durante dos siglos. Y el precio que estamos pagando por no estar pensando la época es carísimo. Porque por no comprender, por no tomarnos el trabajo de conocer e intervenir en Internet y las redes sociales, por el desdén y la soberbia con que miramos ese territorio y por no darnos cuenta de cómo allí se canaliza el hartazgo que nosotros mismos generamos, los movimientos liberales progresistas terminan siendo los principales responsables del crecimiento de estas nuevas derechas y de sus primos los conspiranoicos.

El camino más fácil: la derecha es una sola, tienen los medios y nosotros somos los iluminados que entendemos lo que pasa pero somos víctimas de los malos y no nos dejan emitir nuestro mensaje. Hermoso argumento para un cuento de víctimas pero… no. Es bastante más enroscado que eso.

Un primer diagnóstico correcto partiría de poder notar que no se trata de una derecha sino, en todo caso, de dos: la neoliberal y la fascista. Tironeadas entre sí las más de las veces, con agendas comunes o enfrentadas también y disputando electorados y poderes. Y en segundo término, otro elemento a tomar en cuenta es cómo su ámbito de funcionamiento moldea su accionar y los hace “sabios” en el terreno. Estamos hablando de nativos digitales. Así como existen generaciones de personas que lo son y para quienes transitar la web es como para un pez nadar, hay agrupamientos que, nacidos al calor y bajo las reglas de las redes sociales, funcionan ahí como en su hábitat natural.

Al organizarse en el mundo digital en la época digital, entienden ese universo como una parte de sí mismos. Lo deben aprender porque lo traen aprehendido.

La pregunta viene sola: ¿Por qué frente a todas esas herramientas, a todos esos fenómenos, las izquierdas y los movimientos progresistas o nacionales y populares no actúan con la misma audacia y con la misma inteligencia?

¿Respuesta rápida? Por la soberbia.

Desarrollemos. Porque hay una idea de conocimiento adquirido y la ilusión de que la caja de herramientas teóricas que se posee alcanzará para comprender y desarrollar tácticas. Pues venimos viendo que no.

De un modo bastante rústico, puede ser, me inventé un esquema que me sirve para poner sobre la mesa las intersecciones de los mundos de la política y la comunicación, que son los que nos preocupan aquí. Vamos.

Pensemos en cuatro territorios. El del palacio, que sería como el universo institucional de la política, donde se hacen las leyes, el lugar de los gobiernos, y demás. Un segundo territorio, la calle. La clara idea de la manifestación, la marcha, las pancartas pero también la calle común, la verdulería, el colectivo, la vereda. Un tercer territorio, el mediático, donde se sobreentiende que sucede todo lo vinculado a los medios de comunicación. Y un cuarto territorio, el digital.

Aquí es donde aparece un primer problema: ciertos espacios de la política (y de los medios también) creen que mundo digital es una especie de etapa superior de lo mediático, y ahí es donde empieza la catástrofe.

Primero porque, como decíamos antes, en el territorio digital ocurre un paradigma de comunicación diferente. Se rompe el esquema que nos acompañó durante dos siglos. Y, segundo, porque tiene otras reglas de funcionamiento. Entonces, otros emisores, otras audiencias, otros modos de compartir, otra forma de generar comunidad. Tan así es que hasta se trata de otras corporaciones.

Personajes como Steve Bannon, genios del mal como él, han comprendido de modo cabal cómo funciona esta nueva maquinaria y cómo han podido generar maridajes entre los modos mediáticos en el territorio digital.

Entonces, si todos los poderes establecidos estaban de un lado y ganó lo otro porque apareció como rupturista, ¿qué es lo que ofreció como ilusión el Brexit que todo el resto no? En el corazón del imperio sucedió esto. ¿No hay una pregunta para hacerse ahí?

Mientras tanto, lo que sostiene a quienes están enfrente de Bannon o de Boris Johnson es el griterío y la indignación, es decir, toda la ira y la polarización que capitalizarán las derechas, esas que saben generar el caos para luego presentarse como garantes del orden; esas que extreman en la red lo que luego polarizan en la calle. La que se alimenta del griterío inactivo y paralizante de los progresismos indignados y canceladores. La que sabe que al argumento no le está yendo bien en los debates públicos. La que sabe que la agenda actual es emocional casi en su totalidad. La que la canaliza. La tormenta perfecta en que se ahogarán los buenos.

La guerra hoy no es entre cadenas o entre plataformas. La menor de las competencias es entre ellas. La batalla final es entre las plataformas y mi atención.

Ese es el núcleo de gran parte del debate. ¿Cómo se hace para no ser lo mismo que lo que se desprecia?

Un amigo solía decirme: “Si el árbitro te cobra una falta inexistente una vez, es casualidad. Si te la cobra varias veces, puede ser que esté comprado. Pero si te la cobra siempre y tanto el público como los periodistas no lo mencionan, fijate, en una de esas cambiaron la regla y vos no te enteraste”.

La primera alerta seria fue el 8 de diciembre de 2015. El equipo del entonces candidato Donald Trump había subido a Facebook el discurso incendiario del millonario, en el cual desde Mount Pleasant anunciaba que iba a cerrar fronteras, vigilar musulmanes y, hasta no conocer por qué ingresaban, impedirles la entrada a los Estados Unidos. La mesa chica de la compañía, integrada por Joe Kaplan, Elliot Scharge, Monica Bickett y el propio Mark Zuckerberg, se reunió de urgencia para analizar la situación. Nadie tenía muy en claro qué se debía hacer con esas palabras. Kaplan sugería esperar, pero Scharge y Bickett reaccionaron como se reacciona en general ante lo nuevo, con miedo. Y pidieron que la compañía diera de baja y eliminara la publicación. Comenzaba la era en que en nombre de la libertad se pedía censura.

Finalmente, pasó. El sistema lo dejó pasar porque confía en sí mismo. Iba, como siempre, a encontrar sus propios anticuerpos.

Lo que se gestaba por abajo

Las consecuencias económicas de la crisis mundial de 2008 habían sido superadas. Los bancos acomodaron su situación, entregaron un par de cabezas. La industria del juicio acomodó el alarido y el mundo cambió de tema de conversación.

Pocos se ocuparon de ver qué había sucedido con el malestar social, el dificultosamente cuantificable. El malhumor, el enojo y la ira de los frustrados se estaba organizando, solo que no a la vista. Muy por debajo de donde las elites políticas neoliberales o progresistas circulan. Y estaban ocupando el nuevo espacio de la palabra pública: las redes sociales, incluso en esas frente a las cuales Twitter parece un té canasta.

Casi nadie sospechaba que allí abajo estaba creciendo una nueva forma política que puede tener en un mismo decálogo principios de xenofobia y discriminación junto a la libertad de expresión y la queja antiglobalización.

En los Estados Unidos, tanto Facebook y Sillicon Valley como el sistema de medios estaban recalculando, porque no era un disparate la posibilidad de que un republicano volviera a la Casa Blanca. Pero para lo que no estaban preparados era para un hombre como Trump. Lo explican las periodistas de The New York Times Sheera Frenkel y Cecilia Kang en Manipulados, el novísimo libro sobre Facebook:

Habían estado preparándose para la posible llegada de una administración republicana después de Obama. Pero Trump desbarataba sus planes. No pertenecía al establishment republicano. […] Estaba convirtiéndose en un quebradero de cabeza constante para Facebook [pero] Trump también era un importante usuario y uno de los principales anunciantes de la plataforma. […] Invertía la mayor parte de los fondos destinados a los medios de comunicación en la red social. Se centraba en Facebook porque sus herramientas de segmentación para dar mayor difusión a los anuncios de la campaña eran baratas y fáciles de usar. […] Utilizaba las herramientas de microsegmentación de Facebook para llegar a los votantes combinando las listas de correos electrónicos de la propia campaña con las listas de usuarios de la plataforma. […] Llegaba fácilmente a mucho más público que con la televisión. […] Las elecciones presidenciales de 2016 vendrían a despejar cualquier duda sobre la importancia de las redes sociales en las campañas políticas. A comienzos de ese año, el 44% de los estadounidenses decía que se enteraba de las noticias relacionadas con los candidatos a través de Facebook, Twitter, Instagram y YouTube.

Ya conocemos la película. Trump ganó, gustó más o menos y no goleó, así que luego de ganar perdió. Pero la brasa quedó encendida pese a las subestimaciones y negaciones. El hecho de que el presidente del país más poderoso de la Tierra hubiera tenido la posibilidad de apretar el botón rojo pero también dejara el Salón Oval impedido de tuitear no era un meme. Era un signo de los tiempos.

La pandemia exacerbó el clima de incomodidad, de malestar, de incertidumbre y de binarismos hechos añicos.

Antivacunas hippies terminaron compartiendo pelea con libertarios fascistas. La xenófoba Marine Le Pen bregaba por la causa ambientalista. Derechas filo nazis braman contra el capitalismo transnacionalizado mientras salen de toda formalidad, se ríen y se memean. En tanto, los progresismos se ponen cada vez más solemnes y conservadores. La bandera del derecho individual sobre sus cuerpos le regala consignas a los antibarbijo. Y exrevolucionarios piden censura mientras los referentes de las nuevas derechas acusan a liberales de ser los nuevos nazis quemalibros.

No, no está fácil la época para los análisis cómodos. Todos sabemos más o menos qué pasó: El cantautor canadiense Neil Young anunció que quitaría toda su discografía si Spotify no eliminaba de su plataforma su podcast exclusivo The Joe Rogan Experience. “Pueden tener a Rogan o a Young. No a ambos”, dijo Young. Spotify decidió rápido: Rogan.

El nudo del problema se originó en un par de entrevistas que Rogan había hecho en sus podcast a dos médicos que cuestionaban la política de la Organización Mundial de la Salud y de la mayoría de los Estados en cuanto a vacunación y protocolos para evitar los contagios.

La rebelión de Young sumó algunos adeptos y Spotify tuvo ciertos problemas. Perdieron más de dos mil millones de dólares y sus acciones cayeron cerca del 12%. Luego Spotify y Rogan aceptaron, por un lado, no recomendar fármacos inútiles contra la pandemia y no dar voz en su podcast solo a las opiniones antivacunas y, por el otro, Spotify se comprometió a colocar en cada podcast en el que se hablase de COVID-19 un mensaje recomendando visitar páginas web oficiales con información contrastada.

La actitud de Young recibió el aplauso general de los sectores más progresistas del mundo, lo que era lógico. Pero lo que pocos esperaban era el modo bestial en que la sensatez quedó del lado de Rogan. Grabó diez minutos de pura cordura: Que él quiere hablar con todos, que hay que escuchar, que lamenta lo de Young porque él es fan, y que –lo que es la más absoluta verdad– los entrevistados que lleva están todos avalados por las academias de ciencia. Dejó a Young como un intolerante.

Edward Snowden aportó su punto de vista a la polémica y, siempre inteligente, dijo: “Nadie tiene opiniones más fuertes sobre Joe Rogan que las personas que nunca han escuchado a Joe Rogan. La idea de que las personas están emergiendo de sus cuevas en una búsqueda de un consejo médico de un Rogan es un poco forzado. Miren el logo de Rogan. ¿Qué parte de esto genera la expectativa de un consejo médico confiable? Culpe al hombre mágico de radio, el del tercer ojo por la disminución de la confianza básica en las instituciones. Tírelo al volcán y tendremos la paz mundial el lunes”.1

Hay datos duros y aburridos sobre el affaire: Spotify tiene en Rogan a su niño mimado. Viene de pagarle cien millones de dólares no para que sea vocero de campañas de salud sino para que haga lo que sabe hacer, ser un desenfrenado y un número uno en el mundo.

La lección

A los autoritarios con capacidad de propagación no se los niega, no se los censura. Se los debilita y se les gana. Son tiempos brumosos y nada binarios. Ver nazis en todos lados solo gasta y vuelve inofensiva la acusación.

Como escribió Juan Gabriel Vázquez en el diario El País: “Las palabras, como los antibióticos, van perdiendo eficacia cuando se usan con descuido”. Pasa con el término fascismo que, de tanto usarlo se ha vuelto vacío, cuando precisión y crudeza es “lo primero que deberíamos exigirle al lenguaje, sobre todo en tiempos de crisis.2

Peter Greenwald –el periodista que le dio espalda a Snowden cuando el exmiembro de la NSA estadounidense hizo su enorme denuncia– escribió un texto en el que vomita su enojo acumulado:

Los liberales estadounidenses están obsesionados con encontrar formas de silenciar y censurar a sus adversarios. Durante años, su táctica de censura preferida fue expandir y distorsionar el concepto de “discurso de odio” para que signifique “opiniones que nos hacen sentir incómodos”, y luego exigir que tales puntos de vista que consideran de “odio” se prohíban. La censura se ha convertido en la Estrella del Norte de los liberales.3

Los blancos de las demandas de censura no son víctimas indefensas pero el nudo no radica allí sino en que esa exigencia de silencio traerá consecuencias. Hay un búmeran en el aire, en el cual pocos parecen estar pensando. Y cuando vuelve, degüella.

La desconfianza sobre las instituciones de las democracias se está volviendo abrumadora. Lo mismo pasa con los medios de comunicación tradicionales y los establishments del mundo. A medida que crecen las frustraciones, la humanidad ubica en el grupo de los privilegiados a todo aquel que posee algún tipo de derecho. El resentimiento es uno de los sentimientos políticos más poderosos.

Si en este escenario se suma la supresión de opiniones, la desconfianza no hace más que crecer. El hambre de discurso no puede ser saciada con el pedido de censura.

Hace pocas semanas, en marzo de 2022, el Consejo Editorial de The New York Times publicó un texto rotundo sobre este fantasma que recorre el mundo.4

“¿Cómo ha sucedido esto?”, es la pregunta. “En gran parte, se debe a que la izquierda y la derecha están atrapadas en un bucle destructivo de condena y recriminación en torno a la cultura de la cancelación.” La izquierda se niega a reconocer que esta existe y la derecha extrema la censura. Así, luchando por la tolerancia, muchos progresistas se han vuelto intolerantes y hoy reina un ambiente en el cual las personas no saben qué pueden o no decir. Inseguridad en los contornos del discurso. Si se adopta la matriz del enemigo, del autoritario, del fascista, ¿en qué me convierto?

Las derechas que hoy desvelan y frente a las cuales los progresismos no saben bien cómo actuar nacieron al calor de las redes sociales. Son agrupaciones nativas digitales; no solo postean, ellas habitan el territorio digital. A diferencia de muchos de los espacios de izquierdas y populares, los movimientos de las nuevas derechas no cuentan con grandes oradores, pero sí han entendido cómo triunfa la provocación, lo disruptivo y lo incómodo. Saben cuáles son las fibras emocionales que tienen que tocar. Presionan donde molesta, alguien salta, pide censura y pueden entonces señalar ellos, los autoritarios, al autoritarismo que busca acallarlos.

Cuando a Donald Trump le cerraron sus cuentas de redes sociales no faltaron las voces progresistas que celebraron el accionar de las plataformas. Se sintieron a salvo con el hombre naranja fuera de juego.

Pero ahí a lo lejos se ve el búmeran. Y no sabemos cómo atajar lo que se viene. Porque desde el desconocimiento, en aquella celebración, se le dio a las corporaciones más poderosas de la Tierra el poder de ser los árbitros de la palabra pública. Hoy la guerra y la censura a ciertos medios nos lo muestran en toda su crudeza.