Conectividad y comunicaciones

Ricardo Sametband

 
 
 

No recuerdo la primera vez que me conecté a Internet. Sí que en algún momento de fines de la década de 1980 llegó a mi casa un módem, una sigla (BBS) y una plataforma con nombre de perro (Fido) que permitía, tortuosamente y acaparando la conexión telefónica de la casa, conectarse a lo que hoy se llamaría un foro, y que habilitaba, a través de una computadora, intercambiar mensajes con otras personas y discutir sobre temas varios. Al principio, en forma local: te conectabas literalmente a la computadora de la persona que amablemente ponía su BBS a disposición de la comunidad y manualmente hacía un pasamanos de mensajes desde y hacia otros BBS. Era lo más parecido que podía ofrecer la tecnología a juntarse en la casa de alguien a charlar. BBS era la sigla de Bulletin Board System, y suele traducirse como tablón de anuncios. Publicabas algo y el resto de los visitantes respondía, en conversaciones que tenían mucho de Usenet, los grupos de noticias por correo electrónico nacidos en 1979.

En mayo de 1995 se habilitaron las conexiones comerciales a Internet en el país y todo cambió. Los BBS ahora podían ofrecer el acceso a foros internacionales (y traer, como en el siglo XIX, las noticias de Europa y América del Norte; podías saber, de primera mano y sin demora, “de qué se estaba hablando afuera”). Esa facilidad de acceso a otros servicios digitales trajo, también, la propia e ineludible desaparición de los foros, gracias al simple, infinito y hoy obvio acceso a Internet, y la evolución de la web, nacida en 1991.

Pero en esa Argentina finisecular se usaban también dos tecnologías que resultaron fundamentales para cambiar para siempre lo que entendemos por conectarnos con los demás.

Una es contemporánea a la definición de los dominios .ar, apenas más joven: fue hace 34 años, en 1988, que comenzó a funcionar el primer servidor de IRC (Internet Relay Chat), el protocolo que definió la palabra que usamos para dialogar en forma electrónica con otras personas (chatear). Lo creó el finlandés Jarkko Oikarinen para poder conversar en tiempo real con otros usuarios de su BBS favorito; es lo más parecido a mezclar Twitter con los comentarios paralelos a una transmisión por streaming con los grupos de WhatsApp en los que se participa: una gran torre de Babel (o mejor: un gran torrente de Babel, en las salas de IRC más populares) donde uno podía conectarse con otras personas, computadora mediante, y hablar de cualquier tema, sin límites físicos o temporales; todos juntos en una misma pantalla de texto, a veces en colores. Sin gráficos: eso llegaría mucho después.

La cacofonía del IRC, no obstante, no terminó de masificarse en la Argentina (sí, lo usaba mucha gente, pero ese “mucha gente”, en relación a la población, era un número bajísimo). La adicción al chat llegó un poco más tarde, con dos programas que, a su modo, seguimos usando: los mensajeros instantáneos, inaugurados por el ICQ israelí (1996) y la respuesta de Microsoft, el MSN Messenger, al filo del siglo pasado (1999). Ambos ofrecían, a diferencia del IRC, un entorno más controlado e intimista (el diálogo en pantalla era solo con nuestros contactos) y más sofisticado: dejaba atrás la interfaz de puro texto –inevitable en la década de 1980, pero que podía resultar confusa en una sala de chat muy concurrida– para ofrecer emojis, tipografías y sonidos, además de una ventana o solapa para cada conversación, cortesía de las capacidades gráficas de Windows 95 y sus contemporáneos, y de la evolución de la web a partir de 1991.

Además, introdujeron un cambio crucial respecto de las salas de chat: el mensajero instantáneo era un servicio que funcionaba en paralelo (en segundo plano) respecto de lo que estábamos haciendo. Algo que hoy nos resulta natural era, entonces, una novedad: poder trabajar o estudiar con la computadora y, al mismo tiempo, chatear con amigos o familiares, en la misma pantalla, a una ventana y un clic de distancia; esto trajo, en algún momento, la prohibición de estos programas –no se les decía aplicaciones entonces– en entornos laborales. Sería impensable bloquear hoy un mensajero instantáneo –es vital en nuestro día a día– pero en esa época sucedía.

Esa presencia permanente del otro cambió todo. Esa conexión sin fronteras y de bajo costo (sobre todo a partir de 1997, con llamadas con descuento a números de característica 0610, y del año 2000, cuando surgieron los primeros proveedores a Internet gratuitos, es decir, que no cobraban por ofrecer un acceso a Internet); ese dialogar a las dos de la tarde o a la madrugada sin más preámbulos que chequear si la otra persona estaba conectada al mensajero.

Y faltaba lo mejor.

Dos años después de que la Argentina tuviera sus dominios nacionales en Internet, María Julia Alsogaray, encargada de privatizar Entel, llamó por teléfono al entonces presidente Carlos Menem, el 1º de noviembre de 1989. No era un llamado más: fue el primero –oficial– que se hizo en la Argentina desde un teléfono celular, una tecnología que en la década de 1980 estaba creciendo muchísimo en Europa y los Estados Unidos, donde había debutado unos años antes.

En un país donde todavía había gente que no tenía ni teléfono fijo, pensar en un dispositivo del tamaño de una valija, y que solo permitía hacer llamadas a un costo altísimo (pagando, incluso, por el privilegio de recibirlas, aunque fueran indeseadas) en una zona limitada de la Capital Federal, parecía un despropósito nacional. Pero al igual que con los primeros accesos nacionales a Internet, el dispositivo con los años fue mutando, en forma sostenida, de elemento superfluo y de lujo a herramienta esencial e igualadora. En 1990, seis meses después de la inauguración del servicio, había unos tres mil usuarios. En 1998 ya eran 2,5 millones. En 2008 la penetración de la telefonía celular en la Argentina alcanzó el 100%; es decir, había tantas líneas móviles dadas de alta como habitantes en el país.

Pero no fue la posibilidad de hacer o recibir llamadas desde casi cualquier lugar lo que le dio el valor real al teléfono celular, que hizo de una marca un genérico: “Llamame al Movicom”, se decía, tanto para denotar lo singular del caso como para, de paso, pavonearse por el uso del servicio. Hubo dos quiebres, encadenados, que lo transformaron en lo que es, es decir, algo que ya no es un teléfono móvil. Tienen que ver con el fenómeno que se dio también en la PC, con una suerte de aceleración en tres tiempos: de la llamada desde cualquier lugar al mensaje de texto, y de ahí a la conexión permanente.

En diciembre de 1992 Neil Papworth envió, en Inglaterra, el primer SMS de la historia. El mensaje de texto, que hizo que el teléfono celular dejara de serlo y comenzara su transformación en otra cosa, había sido ideado en 1984 por Friedhelm Hillebrand y Bernard Ghillebaert como una forma de aprovechar el sistema de señalización interno de las redes de telefonía móvil. Cuatro años más tarde, en 1996, llegó al mercado el primer teléfono celular capaz de conectarse a Internet (un Nokia Communicator 9000). También nació la primera palmtop, la Pilot 1000, luego conocida como Palm Pilot. Y ese mismo año una compañía canadiense, Research In Motion, presentó su primer pager de dos vías: podía recibir breves mensajes de texto y responderlos. Tres años después el dispositivo sería renombrado como BlackBerry. El teléfono ya no era teléfono; ahora era una computadora de bolsillo, y encima se podía conectar a Internet.

Así, el teléfono comenzó a seguir el mismo camino que había planteado la PC, y que tenía que ver con la ubicuidad creciente de Internet; y todo sucedió más o menos al mismo tiempo. Por una cuestión de disponibilidad de las redes de telefonía móvil, algunos procesos tardaron un poco más, lo que también permitió la maduración cultural del concepto de mensajería instantánea.

En 1999 se habilitó el envío de SMS en la Argentina, y comenzaron a surgir historias que hoy nos parecen inverosímiles: la preocupación por la ortografía (escribir mensajes de texto en un teclado numérico promovía el uso de abreviaturas no tradicionales para hacer más fácil el trámite, y muchas de ellas saltaban del teléfono a la computadora y otros medios escritos) y la saturación de las redes para el día del amigo y las fiestas de Navidad y Año Nuevo, por el alto volumen de mensajes enviado en un mismo día. Usar el SMS como mensajero instantáneo implicó un salto conceptual menor; enviar un mensaje desde el teléfono en vez de tocar el timbre del portero eléctrico (“estoy abajo”), un gesto natural.

Ese mismo 1999, en la antesala del nuevo milenio, nacieron los emojis, los dibujitos pixelados creados en Japón por Shigetaka Kurita como una forma de matizar los textos enviados por SMS, y como una evolución de los emoticones (que son como emojis, pero construidos con los caracteres del teclado) que Scott Fahlman propuso en septiembre de 1982, es decir, unos años antes que el chat IRC de los BBS. Lo hizo para aclarar el tono que podía tener un texto compartido por correo electrónico o en un foro de discusión: guiño con sonrisa si era un chiste, carita triste si se aclaraba un tema con pena, etcétera.

A fines de 2005 comenzó la venta oficial en la Argentina de los teléfonos BlackBerry, célebres por ofrecer acceso al correo electrónico en el teléfono con iguales prestaciones que las de una computadora de escritorio. Ese mismo año se lanzó el BlackBerry Messenger, un mensajero instantáneo para celulares, revolucionario por incluir una certificación de entrega y lectura de un mensaje enviado. Con ese modelo nació la idea de “clavar el visto” y, al mismo tiempo, quedó sepultada para siempre la noción de que alguien podía estar desconectado del mundo digital: con un celular, con un mensajero instantáneo, con una conexión ubicua a Internet, el vínculo permanente y a un toque de distancia ya era una realidad cotidiana. Al menos, en una ciudad medianamente moderna, y con un poder adquisitivo razonable. Los costos de la telefonía móvil siguieron siendo relativamente altos hasta fin de siglo, cuando se abolió el costo de recepción de las llamadas en el celular y aparecieron los primeros abonos prepagos. En 2007 el salto de servicio se logró con el lanzamiento de las redes 3G en la Argentina; en 2011, con los primeros abonos prepagos de acceso a Internet sin límite.

El desarrollo de todas estas tecnologías –del chat de texto al mensaje de WhatsApp, de la conexión a Internet por una línea de cobre compartida a las llamadas con 5G, de los emoticones a los stickers y memes– plantearon, en estos últimos 35 años, un cambio fundamental para los casi dos tercios de la humanidad que hoy tienen acceso a Internet: El fin de la soledad y la presencia permanente de los demás en esta computadora que llevamos en el bolsillo (y, sobre todo, en la mano).

Hasta mediados de los años ochenta, estar con alguien dependía de reunirse físicamente con la otra persona, o de acordar un momento para entablar una conversación por teléfono o, en un modo más asincrónico, por correo electrónico (o de papel). Lo que desde entonces tenemos, en una evolución que siguió las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías, y que aprovechó la difusión de Internet y el abaratamiento y sofisticación de las computadoras, es la posibilidad de estar en contacto permanente con otra gente, sin importar dónde estamos ni qué estamos haciendo, con una velocidad y calidad inauditas.

A veces, sin duda, esto ha tenido consecuencias negativas: aumenta nuestra dispersión, las interrupciones, el estar más pendientes de lo que pasa en otro lugar que del aquí y ahora. Pero hoy tenemos la posibilidad, cortesía de las diferentes variantes de Internet disponibles, de compartir cualquier momento con quienes queremos y cuando queremos, aunque no estemos en el mismo lugar. Y todo eso comenzó a cambiar hace 35 años, cuando iniciamos un camino que ya no tiene vuelta atrás, y tampoco un final.